• Call us at 1400 389
INVESTIGACIÓN

Cuando la migración tiene rostro de mujer 

Por Xiomara Karina Montañez
EN EL ‘CORAZÓN’ DE UNA COMUNIDAD DE MADRES VENEZOLANAS MIGRANTES
Llegaron a tierras colombianas a pie, escapando del hambre y el desempleo. Están entre los 18 y 30 años y viven en una residencia del centro de Bucaramanga. Allí, las necesidades, la desesperanza, la angustia, el amor y la solidaridad las ha unido hasta en algo tan íntimo como amamantar a sus hijos.
Mañana de domingo. Gladier Yeilín Mosqueda Beamont y su bebé Arantza Isabella Ruiz Mosqueda. Al fondo los hijos de Yubrasca Valecillo, Isaac y Scarleth, esperan a que los lleven al parque. La encargada de vestirlos es su abuela María Eugenia Valecillo. Foto: Jaime Moreno.
A los 20 años, Gladier Yeilín Mosqueda Beamont cruzó la frontera desde el estado de Lara a Colombia para conseguir comida y dinero, y enviarlos a su familia en Venezuela. Había dejado sus estudios en psicología criminalística y no pensaba en ser mamá. Pero a los 21 llegó su momento. Hasta entonces no había entendido las consecuencias de ser indocumentada. Lo comprendió días después de que nació su hija, Arantza Isabella Ruiz Mosqueda, y tuvo que esconderse de Migración Colombia y del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), la entidad estatal encargada de la protección de las personas menores de 18 años.

No habla de retornar a su país donde dejó un negocio y una casa pequeña. Se aferra al amor de su bebé y solo espera recuperarse de la cesárea para tener de nuevo el trabajo como encargada del aseo en La vecindad del Chavo, la residencia donde vive en Bucaramanga, la capital del departamento de Santander. Cuenta que es la inquilina venezolana más antigua del lugar y que eso le ha dado ciertos privilegios
Gladier Yeilín Mosqueda Beamont tiene 21 años. En Venezuela estudiaba sicología criminalística, tenía un negocio propio y hasta una casa. Hoy es la encargada de hacer las labores de limpieza en La vecindad del Chavo, residencia del centro de Bucaramanga.
Gladier Yeilín Mosqueda Beamont solo tiene un sueño y es que a su hija no le falte nada. Dice que regresar a Venezuela es una posibilidad, pero afirma que no expondrá a su hija a pasar necesidades y menos hambre.

Fotos: Jaime Moreno
Laurelys Yeicimar Rivera López con sus hijos Edward Bladimir, de un año, y Edwin, de 3. 
La vecina de Gladier Yeilín se llama Laurelys Yeicimar Rivera López. Tiene 28 años y es madre de dos menores. Las dos mujeres forman parte de los 37 978 migrantes que residen en Bucaramanga. Según Migración Colombia, el departamento de Santander es la séptima zona del país que alberga más migrantes, 69 159 en total, el 4,91 por ciento del 1 408 055 que se registra en el territorio nacional a agosto del 2019.

Laurelys Yeicimar no sabe dónde pedir trabajo porque es indocumentada. La mayoría de las veces que ha logrado emplearse, ha tenido que irse sin avisar. La última vez fue el 24 de julio, luego de enterarse de que a su hijo menor, quien estaba al cuidado de una tía, pero no contaba con registro de nacimiento, se lo había llevado el ICBF. Después de esto —según dice— vivió las dos peores semanas de su vida.

Laurelys Yeicimar quiere regresar a Venezuela, porque estudió Administración de Empresas y tuvo un negocio propio, pero recuerda el motivo de su viaje a Colombia y suspira: «Allá no tenemos qué comer».

En La vecindad del Chavo viven otras veinte mujeres venezolanas. Lugares como este se han convertido en el primer hogar de los migrantes que llegan a la ciudad, según investigaciones del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (IEP-Unab). La residencia tiene veinticinco habitaciones donde viven parejas que tienen hasta cuatro hijos y los más grandes no superan los cinco años. Junto a ellos conviven madres y hermanos. Es una casona donde cortan la luz a las 9 de la mañana, para evitar que aumente el valor del servicio, y solo disponen de una cocina y un baño. Está rodeada de hoteles, prostíbulos, bares de antaño, vendedores callejeros de drogas, empresas de transporte intermunicipal y dos de los centros culturales más importantes de la ciudad: el Centro Cultural del Oriente y el Teatro Santander, recientemente inaugurado.

Este lugar, donde ha surgido una comunidad con sello femenino, evidencia, además, que la nueva ola migratoria hacia Colombia —el país más impactado por este fenómeno en el continente— está trayendo a más mujeres que hombres, de acuerdo con María Eugenia Bonilla, directora del IEP-Unab, respaldada por una caracterización hecha a esa población en mayo del 2019.
Prestar una teta para amamantar a un hijo ajeno, cuidarles el sueño durante el día y compartir la sala, la cocina y el baño les quita a estas mujeres algo de peso en la carga de enfrentar el destino que se les presenta confuso y delirante. 

Yusneidi Valecillo tiene 8 meses de embarazo. Dice que será madre de un niño cuyo padre es colombiano. De Venezuela llegó con una bebé de dos años, Arantza Valentina Santiago. |  Fotos: Jaime Moreno.
Laurelys Yeicimar Rivera López y Gladier Yeilín Mosqueda Beamont hablan sobre la experiencia que esta primera mujer vivió, cuando el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar se llevó a su hijo de un año, Edward Bladimir.
Todas anhelan que la situación económica en su país mejore para poder regresar. Eso resulta paradójico, ya que la mayoría caminó unos 200 kilómetros desde Cúcuta —ciudad de frontera— hasta Bucaramanga y atravesó el páramo de Berlín (donde la temperatura llega a cero grados en la noche). Se escondieron de las autoridades, aguantaron hambre y sed, huyendo de la inestabilidad política que representa el gobierno de Nicolás Maduro, del desabastecimiento de productos básicos de la canasta familiar y de la hiperinflación, las causas que más impactan a las clases marginadas, de acuerdo con la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Las protagonistas de esta historia coinciden en que no se morirán de hambre en Colombia, y que vale la pena su lucha así no tengan certeza de quedarse o partir. Lo mismo piensan albañiles, peluqueros, manicuristas, carpinteros, reposteros y especialistas en electricidad, mecánica, computación, la mayoría de la población migrante que llega a la capital santandereana. Están entre los 18 y los 35 años, y copan un mercado laboral informal, que los expone, incluso, a nuevos fenómenos como «la explotación laboral y la trata de personas», comenta Mairene Tobón, investigadora del IEP-Unab.

Este reportaje da rostro al fenómeno de la migración en Bucaramanga, ciudad de tránsito para los migrantes que buscan llegar al centro del país y el sur del continente. A través de las historias de estas mujeres, abordando sus vivencias personales en una residencia, se retratan tres temas trascendentales en la agenda del Gobierno Nacional: el otorgamiento de la nacionalidad a los menores venezolanos, la oferta laboral y el acceso a las necesidades básicas para sobrevivir en el territorio nacional.

Yusbrasca Valecillo y sus hijos Isaac y Scarleth. Viven en esa habitación junto a tres adultos más y una niña de 2 años.
Uno de los patios interiores de La vecindad de El Chavo. La antigua casona hoy residencia tiene 25 habitaciones que hoy son ocupadas en su totalidad por familias venezolanas.  |  Fotos: Jaime Moreno
CONVIVENCIA INTERMITENTE
El domingo 21 de julio del 2019, cinco días antes del día previsto para registrar a Arantza Isabella Ruiz Mosqueda ante las autoridades colombianas, sus padres, Gladier Yeilín Mosqueda Beamont y Elías Daniel Ruiz Osto, y demás residentes de La vecindad del Chavo vieron un programa de televisión, según el cual una red de personas, que involucraba a la comunidad migrante, estarían alquilando niños y niñas para pedir limosna en los semáforos de Bucaramanga.

Esa noticia le cambió los planes a Gladier Yeilín, quien esperaba recuperarse de la cesárea para ir a registrar a la bebé.

El lunes 22 de julio iniciaron los operativos de Migración Colombia en las calles de Bucaramanga y sus alrededores. Esa entidad encontró a mujeres y hombres migrantes ejerciendo la mendicidad en semáforos y parques con niños en sus brazos e, incluso, en municipios del área metropolitana como Piedecuesta.

Ese día, a las 8 de la mañana, Gladier Yeilín había escuchado, desde su habitación, el anuncio de Yolman José Rincón, administrador de La vecindad del Chavo, sobre posibles operativos en los hoteles y residencias de la ciudad.
La advertencia la hizo salir horrorizada no solo con su bebé, también con su mamá, Jenniffer Beamont, de 39 años, y sus hermanas, Oxani, 17 años, y Samanta, de 2 años, quienes habían llegado para acompañarla en la recuperación del parto. No le contó a nadie a dónde iban. Apagó el celular. Ni su pareja, Elías Daniel, sabía dónde estaban. Él vivía su propio drama: no podía salir a buscarla porque perdía su trabajo como mesero, el único ingreso seguro para enviar dinero a los tres hijos que dejó en Venezuela al cuidado de su madre y, ahora, el único recurso para mantener a Gladier y a la bebé.

Casi una hora después encontré a Yolman contando monedas sobre el mostrador. Gotas de sudor rodaban por el fuelle de su papada. Las limpió con el pulgar derecho y lo pasó sobre su saliente panza. Al preguntarle por Gladier Yeilín respondió con voz firme:

—¡No está!
—Entre —prosiguió—. Les dije que se fueran. Dicen que Migración hará operativos. Estoy pensando en pedirles las habitaciones.

Me permitió recorrer el pasillo lúgubre de la casona. Las 25 puertas de las habitaciones lucían candados dorados. Eran las 9:30 de la mañana y el olor a pegante Bóxer de una fábrica de zapatos vecina se apoderaba del aire. El piso de cemento estaba reluciente bajo los rayos del sol que se colaban por la claraboya. Salí a recorrer la zona en busca de Gladier Yeilín y su familia, lo que me permitió comprobar que, como lo mostró el estudio del IEP-Unab, esta era la primera zona de la ciudad que los acogía a su llegada a Bucaramanga.

En las residencias viven hasta siete personas en una habitación. Solo cuentan con una cama doble y una colchoneta. Los que no tienen dinero se instalan en las bancas de los parques Centenario y Antonia Santos, los más grandes del sector, expuestos a la inseguridad y al desalojo de la Policía.

En la intimidad de su habitación, Gladier Yeilín Mosqueda Beamont alimenta su bebé Arantza Isabella Ruiz Mosqueda.
El sector también es un espacio de alternativa laboral informal. Las mujeres venezolanas se emplean como meseras, cocineras, vendedoras de comidas callejeras y de toda clase de artículos. Otras abren ‘chazas’ (ventas de chicles, dulces y cigarrillos en un cajón de madera), ofrecen bebidas, limpian los vidrios de los carros en los semáforos y, algunas, ejercen la prostitución.

Como asegura María Eugenia Bonilla, del IEP-Unab, el 32 por ciento de la oferta de empleo lo ocupan oficios informales como las ventas callejeras, meseras o empleadas del servicio, lo que no asegura un contrato laboral y menos una estabilidad ante cualquier calamidad que se les pueda presentar. «Esto configura nuevos fenómenos como la explotación laboral y la trata de personas», comenta la investigadora.

En el afán de satisfacer sus necesidades básicas, se emplean en actividades que les exigen entre doce y quince horas diarias, a veces sin días de descanso, y por sumas que no superan los quince mil pesos la jornada (cinco dólares) y que, en ocasiones, no les pagan a tiempo. De este dinero también apartan cada noche doce mil pesos (cuatro dólares) para pagar una habitación.

A las 4 de la tarde Gladier Yeilín encendió el celular. Dijo que se escondería hasta el viernes 26 de julio, que a Elías le habían dado permiso en su trabajo para acompañarla a registrar a la bebé y que le recomendaron ir en taxi para que la Policía no los detuviera.

Con voz nerviosa me contó que Laurelys Yeicimar estaba destrozada porque había perdido a su hijo Edward Bladimir. Lo tenía el ICBF. Los funcionarios de esa entidad lo habían encontrado pidiendo monedas en el parque de Piedecuesta, junto a su tía Sabrina Carolina y la hijita de esta, una niña de nombre Karianis. No les gustaba pedir limosna, pero mujeres como ellas se ven obligadas a multiplicar sus esfuerzos en busca de dinero porque sufren una doble carga: además de subsistir en Bucaramanga, deben enviar plata a los familiares que se quedaron en Venezuela a cuidar las casas y negocios, que son su único patrimonio en caso de retornar.

Mientras Gladier se desempeña como la encargada de los oficios domésticos en la residencia La Vecindad del Chavo, Elías trabaja sin descanso como mesero en un restaurante ubicado a tres casas de la residencia. Su jornada inicia a las 6 de la mañana y se puede extender hasta las 9 de la noche.
Elías sostiene a Arantza mientras la trabajadora social del Hospital del Norte de Bucaramanga, Ingrid Restrepo, toma las huellas de sus pies para el registro civil. En ese momento, la pareja conoce el trámite para registrar a su hija, Arantza Isabella. Hasta ese momento el documento quedaba con la información “No se acreditan requisitos para demostrar nacionalidad”.  |  Fotos: Jaime Moreno.
CUANDO LA FELICIDAD ES UNA MONTAÑA RUSA
Viernes 26 de julio. 8 de la mañana. El recuerdo más vívido que tengo de ese momento fue ver a plena luz del día el rostro de Gladier Yeilín. Piel tersa y pálida; las ojeras marcaban su mirada y los labios resecos, su sonrisa. Junto a los 33 años de Elías se hicieron evidentes los 21 de esta mujer. Él, moreno, alto, fuerte y tímido. Ella, blanca, de estatura mediana, frágil y decidida. El miedo desapareció en el camino. Ambos voltearon la mirada a las ventanas del taxi y respiraron. Sintieron que nadie los perseguía.

En la oficina de Atención al Usuario del Hospital Local del Norte le tomaron las huellas dactilares a la bebé para el registro de nacimiento. Arantza Isabella dormía plácida minutos después de soltar el seno de Gladier Yeilín. La despertó el roce frío del rodillo de aluminio, estiró los brazos y las piernas y dejó ver su fragilidad. Su papá, Elías Daniel, la sostenía contra el pecho mientras la trabajadora social Íngrid Restrepo marcaba sus piecitos con tinta negra.

Su vestido era rosa, como la cinta con flores que lucía en la cabeza, como su piel, sus diminutos labios, deditos y nariz. Arantza Isabella llenó de color y esperanza el universo de esta pareja el día que nació, 4 de julio del 2019; un mundo que Nicanor Parra, padre, le describía a su hijo, el poeta Nicanor Segundo Parra cuando apenas crecía: «No tiene otro remedio que ser imperfecto». Ella no lo sabía aún. Despertó y vio todo y a todos en blanco y negro por su edad. Nada distinto a lo que vislumbran sus padres ante la incertidumbre.

Íngrid Restrepo se sentó frente al computador e inició el proceso. Les advirtió que haría algunas preguntas y Gladier Yeilín la interrumpió.

—¿Y si Migración nos agarra al salir de aquí, nos quita a la niña?
—No. Cálmese. Voy a leer lo que dice el documento de registro: «No se acreditan requisitos para demostrar nacionalidad». Aún no es colombiana y tampoco venezolana. Deben estar atentos. Necesito que apruebe la información en voz alta. ¿Sí?
—No lo diga así de fuerte que así es como lo dice Maduro en sus discursos.
—(Risas) Todavía no se sabe qué va a pasar. Confíen. Con el registro la niña tiene un nombre, un número de identificación, el acceso al seguro, la pueden llevar a vacunación. Ustedes pueden recibir atención en urgencias de un centro médico.
—Gracias, señora. Usted es un ángel.

Mientras esto ocurría, Laurelys Yeicimar y su hermana Sabrina Carolina insistían en el Centro Zonal Luis Carlos Galán Sarmiento, del ICBF de Bucaramanga, para que les entregaran los niños. Ambas mujeres estaban desempleadas. Las súplicas no surtían resultado.

Elías sostiene a Arantza mientras la trabajadora social del Hospital del Norte de Bucaramanga, Ingrid Restrepo, toma las huellas de sus pies para el registro civil. En ese momento, la pareja conoce el trámite para registrar a su hija, Arantza Isabella. Hasta ese momento el documento quedaba con la información “No se acreditan requisitos para demostrar nacionalidad”.  |  Fotos: Jaime Moreno.
Esa semana, las autoridades colombianas encontraron a 69 venezolanos menores de edad ejerciendo la mendicidad con sus padres. El ICBF los llevó a distintas sedes e inició el trámite para conocer en qué condición se encontraban. Martha Patricia Torres, directora regional de la entidad, reveló que después de la denuncia del programa de televisión solo se conoció el caso de un menor, víctima de alquiler, en Piedecuesta.

Laurelys Yeicimar no podía con su pena. Se olvidó de buscar trabajo, no quería comer y se encerró por once días en la habitación que comparte con siete familiares. El martes 6 de agosto sacó sus últimas fuerzas y fue hasta el ICBF por su hijo. Se lo entregaron, pero Sabrina Carolina no contó con la misma suerte y Karianis seguía en manos de las autoridades.

En un oficio dirigido al Registrador del Estado Civil de Bucaramanga, el defensor de familia, Juan Carlos Pérez Luna, solicitó la entrega del registro civil del niño más dos copias para la abuela, Yusneidi Pilar Rojas. Laurelys Yeicimar debía hacer el trámite cuanto antes, pero el poco dinero que tenía lo guardaba para comer, así que entre registrar a su hijo y buscar empleo, decidió postergar lo primero.
EL RITUAL DE INDEPENDENCIA
María Eugenia Valecillo y su nieto Isaac Velacillo. La mujer está molesta porque esa mañana de domingo trapeó varias veces el salón de la residenciaa y todos pasaron y estropearon su trabajo.  |  Fotos: Jaime Moreno.
Scarleth Valecillo juega con su abuela María Eugenia Valecillo.
Yusbrasca Valecillo bromea con Laurelys Yeicimar Rivera López, quien se ve al fondo. Para estas mujeres venezolanas, el ritual de belleza hace parte de sus costumbres y pese las necesidades económicas que afrontan, no dejan atrás maquillarse.
A las 8 de la mañana del 7 de agosto, en la celebración del Bicentenario de la Independencia de la Nueva Granada, las habitantes de La Vecindad del Chavo se reunían en el patio de la casona. Ese día no trabajaron, era festivo en Colombia. Aprovechaban para estar con sus hijos, arreglarse las cejas y vestirse para salir a caminar por el centro. Sabían que en un día así las autoridades no les iban a pedir documentos.

Doce días después del registro de Arantza, las madres de La vecindad del Chavo celebraban una noticia. El gobierno de Iván Duque Márquez informó de la expedición de la Resolución 8470 del 5 de agosto del 2019 de la Registraduría Nacional del Estado Civil. Esta norma abre camino para que los menores de padres venezolanos nacidos en Colombia tengan la nacionalidad colombiana y, de paso, actualicen los registros de nacimiento entregados por la entidad. Esto significa que se cambiará la anotación «No se acreditan requisitos para demostrar nacionalidad» por «Válido para demostrar nacionalidad».

El turno frente a la estufa comunitaria era de Laurelys Yeicimar. Preparaba arepas rellenas con huevo. El pequeño Edward Bladimir no dejaba de llorar, la perseguía, se colgaba de sus piernas. Su hermano Edwin, de tres años, el ‘catirito’ (rubio) de la casa, jugaba con el resto de niños y le hacía bromas a su hermano.

A las 8:30 de la mañana la comunidad de venezolanos vivió un momento de esplendor. «¡Tráeme la harina pan!», gritó Betania, otra de las integrantes del grupo. El grito se conjugó con el relato de un hombre que decía haber visto la bandera de Colombia izada en unas casas vecinas, que ellos se unían a la celebración del 7 de agosto y que si tuvieran una bandera de su país la enarbolarían en señal de agradecimiento por todo el apoyo que les han brindado.

Laurelys Yeicimar Rivera López tiene 28 años y es madre de dos niños. En esta imagen amamanta a Arantza Isabella Ruiz Mosqueda, la hija de Gladier Yeilín Mosqueda Beamont. Para las mujeres de La vecindad del Chavo cuidar los hijos ajenos termina siendo un acto de amor y recogimiento. 
En su conversación Betania no quiso dar a conocer su nombre completo, prefirió que la vieran cocinar los bollos de harina pan que cocina junto con fríjoles caraota. |  Fotografía: Jaime Moreno
El llanto de Arantza fue suficiente para que varias mujeres estirarán los brazos para alzarla y consentirla. Alrededor de su llanto se juntaron Laurelys Yeicimar, Jenniffer, Yusneidi y Yubrasca Valecillo. Las dos últimas, hermanas. Yusneidy recordó que tuvo a su bebé también llamada Arantza en Venezuela, a los 17 años, cuando aún estaba en el liceo (colegio) y que no le importaba ir con el uniforme a clases. Ahora, con ocho meses de embarazo espera un niño, cuyo padre es colombiano. Yubrasca, de 24 años, madre de Isaac y Scarleth Valecillo, de 5 y 3 años, respectivamente, habló sobre sus estudios en psicología y dijo que buscaba la manera de terminarlos en Colombia.

Betania —21 años y dos meses de embarazo— abraza su barriga y dice que se siente contenta por la llegada de su hijo. Tiene una ‘chaza’, vende caramelos y cigarrillos frente a la residencia. Esa mañana aprovechaba el turno en la cocina para preparar el desayuno y el almuerzo: bollos y fríjoles caraotas. Mientras mira tímidamente a la bebé, sonríe y dice, «ojalá la mía sea como ella».

El llanto de Arantza se había robado la atención. Laurelys Yeicimar, con el rostro iluminado, la tomó en sus brazos, la recostó en su regazo y sacó su seno izquierdo. Arantza, como hace con su mamá, cayó seducida ante la leche materna.

La comunidad de madres migrantes abrió su corazón dejando ver la parte más íntima del ritual del cuidado de sus hijos, algo que nadie les puede quitar, que una cédula, registro, padre o esposo no les puede impedir, ya que de ellas nació la vida que hoy las tiene luchando en tierra ajena sin saber lo que el destino les depare.

No importa de quién es hijo, si los senos están flácidos, agrietados o cansados, si tienen hambre, si duele la ausencia de un hombre, tampoco importa si sus propios hijos les reclaman que también quieren teta, como lo hace Edward Bladimir al ver a Arantza feliz en el pecho de su mamá. Se bajan la blusa, sacan el seno que está libre, y todo se vuelve una sinfonía de miradas, sonrisas y caricias. Del lado izquierdo del pecho la boquita del amor de sus vidas, el que parieron, chupa con fuerza; del derecho, el amor pequeñito y prestado que las mira, les sonríe y les devuelve esperanza. Todo ocurre en la cotidianidad de una vida que jamás imaginaron. Atrás quedaron los sueños de terminar el bachillerato y una carrera universitaria. Ahora aprenden a ser mamás en comunidad.

La felicidad momentánea se interrumpe cuando Betania recuerda que son las 9 de la mañana y que se fue la luz y llegó el calor. A las 6 de la tarde Yolman José Rincón, el administrador, subirá los tacos y la casa volverá a tener energía. Gladier Yeilín se ríe y lo toma con tranquilidad. Más optimista, Laurelys Yeicimar dice que lo soporta porque sabe que en la noche podrá encender el ventilador, dormir junto a sus pequeños y vigilar el sueño. Lo que pueda pasar al día siguiente no se compara con tenerlos a su lado.

© 2019 Consejo de Redacción. Todos los derechos reservados.