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INVESTIGACIÓN

Capurganá,
el otro hueco

Por Daniel Rivera Marín
Miles de migrantes intentan cruzar la frontera entre Colombia y Panamá con la idea de que es una ruta segura para llegar a Estados Unidos. Sin embargo deben enfrentarse al tapón del Darién, a su selva feroz, a cientos de alimañas y a ríos cuyas crecientes sorpresivas arrasan con los campamentos.

A dos días de camino del mirador de Capurganá, cerca de la frontera colombiana con Panamá, un grupo de cubanos se encontró con el cuerpo de un hombre escondido entre matorrales. Vestía sudadera, camiseta y botas pantaneras. Tenía el pecho amoratado, reventado por lo que parecía un infarto. Los animales se inclinaban para comer la carne, la entraña. Los cubanos trataron de no mirar, pero alguno quiso mostrar el horror y sacó su celular, grabó y envió luego las imágenes por WhatsApp. Sucedió hace dos meses.

Estoy descansando en el mirador y veo llegar a este hombre negro, caminante desprevenido, de pelos crespos y alborotados como una tormenta eléctrica. Son las cinco de la tarde de un sábado de julio. El mirador está a tres kilómetros de Capurganá y la pendiente puede ser devastadora para un citadino corriente.

Este muchacho se llama Joao y de tan inocente, desconcierta. Viste pantaloneta, camisilla y chanclas. Lleva en la espalda el morral de un campista. Por un momento creo que es un turista cualquiera y que camina a Sapzurro, cuatro kilómetros cuesta abajo, pero Joao mira con la necesidad de quien busca un milagro, un Deus ex machina. Nelson Ballesteros, quien me acompaña, le habla en español y Joao responde en portugués. Está perdido, busca el camino a Panamá y cree que debe seguir por el sendero, pero Nelson le hace entender que está equivocado, que si sigue por el sendero llegará a La Miel, el primer caserío de Panamá, y la policía fronteriza no lo dejará pasar si no tiene más de doscientos dólares en la billetera, pero no los tiene. Joao está dispuesto a tomar la trocha de cinco días para llegar hasta Metetí, el primer corregimiento de la provincia de Darién, en Panamá.

—¿Sabes lo que te espera? —le pregunta Nelson.
—No.

Nelson Ballesteros vive hace más de treinta y cinco años en este sendero, es su tierra, la compró hace tanto tiempo con mucho esfuerzo y cinco años atrás quiso hacer un sendero que conectara dos poblaciones colombianas y una panameña: Capurganá, Sapzurro y La Miel. El sendero se construyó. El Fondo Nacional de Turismo (Fontur) entregó dinero y se le otorgó la administración al Consejo Comunitario del Norte de Acandí (Cocomanorte), que por la Ley 70 de 1993 tiene dominio sobre un territorio de propiedad colectiva que ancestralmente ha sido habitado por negros. Nelson dice que el año pasado recorrieron el sendero más de doce mil turistas. Sobre los migrantes guarda silencio y hace cuentas rápidas: quinientos cada semana, lo que equivaldría a unas veintiséis mil personas al año, ninguna preparada para la tortura del trópico y sus mapanás, sus corales, sus jaguares, sus mosquitos letales. Miles de migrantes que tienen por delante al Darién mostrando los colmillos.

Le explicamos a Joao que en La Miel no podrá hacer nada porque no hay carreteras y la única forma de viajar hasta Puerto Obaldía es tomar una lancha rápida que le cobrará más de cien dólares, una vez allí tendría que viajar en avión hasta Ciudad de Panamá. Alguien le había dicho que en La Miel sus problemas terminarían, pero le mintieron. Joao tiene veintiocho años y vivió hasta hace seis meses en Río de Janeiro, pero decidió emigrar: estuvo en Chile, en Bolivia, en Perú, en Ecuador y quiere llegar a Guatemala, donde viven unos familiares que han logrado prosperar. En Brasil dejó dos hijos. Necesita llegar pronto a Centroamérica para enviarles dinero.

— ¿Se va a meter al Darién con chanclas y pantaloneta? —le pregunto.
—Sí.

Es difícil. No logramos entendernos y Joao no tiene botas pantaneras ni machete. Dice que es capaz de internarse en la selva a esa hora y caminar, pero no sabe lo que dice. Tiene una carpa en el morral y asegura que cuando tenga sueño la abrirá, solo, donde lo abrigue la noche, y dormirá. Nelson le advierte que podría encontrarse animales, hombres extraños y la guardia panameña que le impedirá el paso. Joao cuenta que en Capurganá un hombre le pidió doscientos dólares por guiarlo durante doce horas, y lo entregaría a un grupo de coyotes que lo llevarían hasta la carretera Panamericana. Horas antes, en una larga conversación, Nelson había descrito a los coyotes como ‘guías’ que no cobraban más de cincuenta dólares por guiar humanitariamente a los migrantes por esa selva desconocida. Cuando Joao habló de doscientos dólares, Nelson calló. 

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Tres días atrás, a las diez de la mañana, un grupo de migrantes africanos se apeaba en el puerto de Capurganá, un caserío del municipio de Acandí con 4 500 habitantes. La Policía y las autoridades de Migración Colombia conversaban indiferentes mientras un grupo de locales se turnaba para darles consejos y asignarles ‘guías’, los mismos a quienes en la frontera de México con Estados Unidos se conoce como coyotes: hombres que burlan las trabas de migración por unos cuántos dólares. Los africanos —entre los que había un grupo de cinco hindúes—, vestían pesadas chaquetas negras, pasamontañas, bufandas, zapatillas deportivas, botas; cargaban maletas y niños: de tres, de cinco, de siete años. Por el consejo de los ‘guías’, se arrimaron a las tiendas del malecón donde, además de chucherías y helados, venden arroz en cantidades militares, machetes, botas, tiendas de campaña, hamacas plásticas. Allí compraron lo necesario para empezar la caminata y desaparecieron con sus ‘guías’ en grupos de a ocho personas, como si nadie hubiera visto. Cien africanos pasaron por el pueblo como el viento.

Los migrantes viajan en lanchas que no recogen turistas ni pasajeros locales. Las embarcaciones salen de Necoclí, Antioquia, y atraviesan el golfo de Urabá con mínima seguridad. Cada uno paga doscientos mil pesos por un trayecto que no cuesta más de setenta y cinco mil. Ninguno puede salir de Antioquia hacia la frontera si no tiene el consentimiento del coyote de turno. Cuando pueden, llegan hasta Capurganá después de pasar de mano en mano desde Ipiales, en la frontera sur de Colombia. Los hospedan en residencias donde se acomodan en grupos de a cinco o diez en pequeñas habitaciones. No se separan y en Necoclí, creyendo que ya están a punto de llegar a Panamá, suelen festejar y escuchar su música en el malecón del pueblo donde, después de varios días de viaje, ven por fin el mar y con él la promesa del destino.

Pero el mar, este mar, ha hecho estragos.

El 28 de enero del 2019 naufragó una lancha con treinta y dos migrantes, solo ocho personas sobrevivieron. Desde entonces los encargados del transporte se preocupan un poco más por la seguridad de los migrantes, que son tratados en una categoría que no debe estar estipulada en ningún manual de seguridad pues, a diferencia de los turistas locales, los africanos, asiáticos, hindúes y cubanos navegan con sus maletas sobre las piernas y, antes de la tragedia, ni siquiera usaban chalecos salvavidas. Los arrojaban al mar como carne para fieras, los coyotes no tenían cuidado de su seguridad y el pago de tamaña irresponsabilidad llegó ese 28 de enero. «A los migrantes los trataban como a nada, nadie les advertía que no podían ir pesados. Muchos de los migrantes que murieron llevaban botas pantaneras puestas, y esas botas los hundieron. Aquí nadie les advertía», dirá Ruti, una mujer que vive hace más de treinta años en Capurganá.

El sacerdote Aurelio Gómez Moncada, nacido en Chiquinquirá, Boyacá, hace cuarenta años y ordenado catorce años atrás, estaba sentado en una de las bancas exteriores de su parroquia en Capurganá, una iglesia pobre, blanca de techo azul. Dos niños jugaban en el jardín con una pelota.

—Yo llegué el 23 de enero a este pueblo y el 28 fue el naufragio, ya a partir de ahí he estado muy envuelto en toda esta problemática porque aquí hay un antes y un después del naufragio. Ese accidente partió la historia de este pueblo en dos. Antes a los migrantes los llevaban desde aquí, salían del muelle a la madrugada. Ya eso se acabó. Se descubrió también el tema de los coyotes, ahora es algo entre comillas oficial y se les llama guías, hay unos grupos identificados que se turnan el ascenso con los migrantes.

Aunque el sacerdote prefirió no hablar de temas que le podían granjear problemas con la comunidad, sus respuestas parecían mostrar que en Capurganá muchos encontraron un trabajo en las caminatas con los migrantes, migrantes que son transportados por una empresa ilegal suficientemente grande como para ayudarles a atravesar el país sin llamar mucho la atención y cuyo fin es entregarlos en Panamá para que continúen su camino a Estados Unidos y Canadá. Los coyotes del interior del país suelen enviarlos de terminal en terminal, cobran dinero por comprarles los tiquetes y guiarlos hasta las taquillas. Siempre les encargan no cruzar palabra con otros colombianos porque se pueden encontrar con paramilitares que, supuestamente, los desaparecerían sin contemplación. En cada terminal identifican al coyote con el que continúan el camino.

Semanas después del naufragio, los migrantes quedaron represados algunas semanas en Turbo y Necoclí por cuenta de un paro organizado por Cocomanorte tras el asesinato, el 12 de marzo, de Álvaro Javier Hernández, un ‘guía’ que desobedeció la orden del ‘clan del Golfo’ —un grupo armado que nació en el Urabá antioqueño y se dedica al narcotráfico— de no pasar africanos por una troncha muy concurrida de la frontera, pues el Ejército terminaría descubriendo sus rutas cocaleras. Las madres del caserío protestaron pidiendo seguridad al Estado por ‘la labor humanitaria’; mientras tanto, en Necoclí, más de dos mil migrantes esperaban a que les abrieran el mar, la esperanza.

La crisis obligó al canciller colombiano Carlos Holmes Trujillo a viajar a Capurganá, hizo algunos compromisos, pues le expusieron que se abriera un camino señalizado que les permitiera a los migrantes llegar hasta Panamá; se le pidió que no se criminalizara a los ‘guías’ pues su labor era, sobre todo, humanitaria; se le rogó que no acusaran a los habitantes de Capurganá de tráfico de personas cuando los migrantes cruzaban todo el país como si fueran locales. Holmes Trujillo escuchó y en Capurganá dicen que como una pared, poco habló, poco dijo.

—Esto no lo controla nadie. Al canciller se le pidió que se humanice el paso de aquí a Panamá. Yo le dije que con tantos aeropuertos que hay en la zona, se intentara hacer vuelos internacionales para no utilizar esa trocha, porque esa gente gasta mucha plata aquí y en esa travesía mueren muchos, ni siquiera sabemos cuántos.

El sacerdote se refiere a casos como la violación y asesinato de la cubana Edelvis Martínez Aguilar y de Dunieski Eliades Lastre, en septiembre del 2016, a quienes la Fiscalía encontró en un paraje del Darién gracias a la denuncia de Liober Santos Corria, pareja de Edelvis, quien logró huir y ser rescatado por pescadores de la zona que lo entregaron a la Armada colombiana. Por este caso se capturó en el 2017 a tres coyotes en Turbo: Carlos Emilio Ibargüen Palacios, Fredis Valencia Palacios y Jhoan Stiven Carreazo Asprilla, quienes fueron extraditados a Estados Unidos donde fueron condenados por tráfico de personas y por el asesinato de los migrantes, según informaron diferentes medios periodísticos. El sacerdote también se refiere a casos como la aparición de cuerpos a la vera de caminos, muchos de ellos devorados por unos pequeños cerdos de monte y de los cuales circulan videos en los celulares de los habitantes de Capurganá. El sacerdote se refiere también a las crecientes de ríos que pueden arrastrar a grupos enteros, como sucedió en abril del 2019, en Almira, Panamá, tragedia en la que se calcula que murieron más de 50 migrantes, como denunció Luis Guerrero Araya, delegado de la Asociación de Derechos Humanos de Costa Rica, al periódico Diario de Cuba.

Los migrantes pasan como fantasmas por el pueblo y su futuro no es más que un rumor, un chisme de imágenes que crea escándalo de celular en celular cuando llegan las evidencias de un cuerpo en la vera del camino. La oficina de prensa de la Fiscalía asegura que no llegan reportes de muertes en el Darién y el inspector de Policía de Capurganá, Johnnatan Aguilar, asegura que es imposible meterse a la selva a hacer levantamientos, pues nadie denuncia y nunca se sabe en qué punto de la selva puede estar alguien muerto. «Aquí no hay registros de nada, quien muere en la selva, allá se queda». Migración Colombia registra el ingreso a Colombia, en el 2019, de 2 341 africanos, 1 705 asiáticos —India, Nepal y Bangladés— y 8 303 cubanos y haitianos, la mayoría con rumbo a Norteamérica. En Capurganá muchos recuerdan cómo, después del paro organizado por Cocomanorte, más de dos mil personas se abrieron paso por el sendero Capurganá-Sapzurro, acceso por el que todos los turistas deben pagar diez mil pesos al Consejo Comunitario para contribuir con el mantenimiento. En el pueblo todos dicen que los dos mil migrantes pagaron, pero un par de días después, Nelson Ballesteros, dirá que solo el cuarenta por ciento de los migrantes hace la contribución.

Después del naufragio del 28 de enero del 2019, los migrantes han acudido al sacerdote para que los bendiga. Él ha oficiado oraciones de despedida, los ha rociado con agua bendita, los ha encomendado a la Virgen. Algunos le escriben desde Centroamérica diciéndole que todo salió bien, que tratan de continuar hasta Estados Unidos. También les da consejos cuando desde la frontera le informan que hay operativos: les advierte que lleven pañuelos blancos y los agiten cuando los ataquen con gases lacrimógenos, como ha sucedido decenas de veces. Alguna vez vio un video de cadena de WhatsApp en el que un grupo numeroso de cubanos, en el que había varias mujeres en embarazo, agitaban los trapos blancos mientras pasaban entre las nubes de humo tóxico. Le dio gracias a Dios.

—¿Y usted no cree que aquí hay una empresa ilegal que se quiere beneficiar de la tragedia y necesidad de los migrantes?
—Yo ahí no me meto. A mí me interesa es, como le digo yo, el tema humano y el tema espiritual. Pero vamos a ver cómo podemos hacer para acercarnos más a ellos y darles algo aquí dentro de la iglesia, un componente espiritual. Aquí se celebró una misa con unos y ese grupo pasó bien. Son muchas experiencias y muchas necesidades de las que nos debemos ocupar. Al canciller también se le propuso que se hiciera una ruta señalizada para que los migrantes no se perdieran en el Darién, de esa manera se evita que la gente haga negocio con ellos, pero no nos han respondido.
—¿Usted ha oficiado sepelios de migrantes aquí?
—No.
—Hay un video de un hombre al que se lo están comiendo los animales…
—Eso pasa. Pero nosotros no podemos hacer nada. Nadie sabe cuánta gente muere en esa trocha y allá se quedan.

El sacerdote se despidió como diciendo que no podía hablar más, que era mejor callar.

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A mediados del 2016, Panamá decidió cerrar su frontera con Colombia por el paso constante de migrantes hacia Estados Unidos. Urabá vivió entonces una crisis sin precedentes: más de dos mil cubanos vivieron hacinados en una bodega de Turbo durante más de dos meses. Entre ellos estaba Diosdado Soto, un hombre que hoy tiene cuarenta años y vive en Miami. Hablamos por teléfono mientras sale de su trabajo en un restaurante caribeño. Dice que salió de La Habana, Cuba, en abril del 2016, viajó a Guyana y cuando salió del aeropuerto encontró a un coyote que le prometió llevarlo a Brasil; allí atravesó parte del Amazonas en una embarcación que transportaba animales domésticos y llegó a Perú, luego a Ecuador y entró a Colombia por Ipiales, donde los ecuatorianos lo entregaron a un hombre que procuró que nunca se cruzara con la Policía.

—Todos los coyotes te pintan esas travesías de maravilla, y lo cierto es que a Turbo llegamos fácil de terminal en terminal, pero allá nos encontramos con la frontera cerrada. Estuve algunas semanas en la bodega y luego con un grupo de quince cubanos nos fuimos hasta Capurganá: nos metimos todos en una casa y pagábamos cien dólares por semana cada uno. Así estuvimos dos semanas hasta que con un grupo de ochenta cubanos nos mandamos por el Darién, qué cosa más dura, mi hermano.

Cuatro coyotes de Capurganá se aventuraron a pasar con los ochenta cubanos, cada uno pagó 60 dólares. En la ruta, dice Soto, el grupo se dispersó porque las cruentas pendientes de la selva se hacían más difíciles para las familias que viajaban con niños pequeños y para los ancianos. Los coyotes los abandonaron a mitad de camino y les recomendaron que continuaran caminando por el sendero, ya evidente por el paso de miles de viajeros. En las noches dormían a orillas de los ríos y la oscuridad los sorprendió con su negrura, para todos fue el descubrimiento de una nueva noche en la que temían encontrarse hombres armados que pasan cocaína por Centroamérica.

—Yo llegué a un sector que se conoce como Tierra de Canaán, siete días después. Llegué con tres personas. De ese grupo nunca supimos nada de otras tres personas que no llegaron. Nosotros vimos dos cadáveres que llevaban varios días de descomposición. El Darién fue la parte más dura de la travesía, uno se llena de miedo.

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Hay oficios que se lucran de los migrantes: lancheros, ayudantes de lancheros, tenderos. Otros se crearon para sacarles dinero a los migrantes: guías y cargadores de maletas. Dicen que un guía puede cobrar hasta cien dólares (unos 340 000 pesos colombianos) para llevar a un grupo de diez personas por el Darién, pero la cifra parece pequeña y días después el joven Joao hablará del coyote que le cobró doscientos dólares. Dicen que un maletero puede cobrar cincuenta dólares por morral en la espalda y setenta por llevar a un bebé entre los brazos o a uno más grande a ahorcajadas en la nuca. Los oficios tradicionales de la región se van perdiendo, dirá Nelson, pues todos prefieren comprar una lancha y transportar turistas y migrantes.

Aunque la multitud de migrantes se dispersa con rapidez, queda su rumor: basura en el pequeño malecón, dólares en las tiendas. Capurganá es un caserío muy pequeño y las personas viven de pocos oficios: la pesca, la hotelería, la venta de alimentos, sin embargo ha habido días tan prósperos que se vuelve imposible conseguir un peso colombiano, solo circulan dólares —dice una hotelera en secreto—, moneda con la que los migrantes cruzan el país. Aunque los migrantes no se hospedan en un hotel o en un hostal reconocido, aunque no comen en restaurantes de turistas, lo que pagan en el municipio parece mover buena parte de la economía. Aquí no existen las rentas criminales: dicen que no se vende marihuana porque los extranjeros que viven en Capurganá y los consumidores locales se encargan de sembrarla y la comparten como si fuera azúcar; no hay extorsiones ni otras maneras de coerción; «el dinero ilegal aquí viene de mover migrantes», afirma la hotelera, quien, como muchas otras personas, dice que los migrantes empezaron a pasar por Capurganá hace unos ocho años. Eran grupos de cubanos o africanos que se aventuraban por el Darién con la ayuda de indígenas que conocían el territorio. Al parecer, antes los migrantes entraban directamente por el pueblo de Acandí y atravesaban zonas más duras de la selva, pero los paramilitares les cambiaron la ruta para evitar ser descubiertos.
Fotografía: Juan Gómez
Cientos de migrantes pasan cada semana por el sendero turístico Capuraganá-Sapzurro-La miel para acceder a la trocha que comunica a Colombia con Panamá. El consejo comunitario les cobra tres dólares por el ingreso al camino.
—A esos pobres africanos los meten en las casas de las mamás de los guías. Allá pueden pasar un día y le cobran diez dólares a cada uno por hospedarlos. Al otro día los sacan tempranito, de madrugada, y ponen a esa pobre gente dar vueltas por ese monte para cansarlos. Dan y dan vueltas en círculos, pero ellos no se dan cuenta, es ahí cuando los hacen parar y les dicen que tienen que contratar a los maleteros porque la selva se los va a tragar vivos. Todos les quieren sacar plata cómo sea —dice una mujer que tiene un restaurante cerca del malecón.

Le pregunto a la mujer del restaurante si los africanos vienen a comer y dice que no, que no pueden porque los coyotes esconden muy rápido a todos los migrantes, además a ellos no les interesa gastar dinero. Dice que todo lo que pagan los migrantes para llegar a Panamá circula por el caserío cuando los que se lucran gastan en comida, en licor y en fiestas.

—Lo mejor es hacerles una vía señalizada. Los ‘paracos’ dicen que esos guías son unos descarados, que dejan botada a esa gente en el camino. Dicen que la trocha señalizada serviría porque esos pasos ya son trochas muy anchas, porque la gente de tanto caminar por ahí abrió camino, esa gente camina por ahí cinco días y llegan al otro lado, claro que está el problema de los animales, porque en esa montaña hay culebras, tigres y osos.

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Días después, por teléfono, Emigdio Pertuz, representante legal de Cocomanorte, condenará las acusaciones contra el Consejo y dirá que los guías son muchachos respetables que hacen un trabajo ‘humanitario’.

—Si la Fiscalía llegara a incriminarlos, nosotros levantamos al pueblo para protegerlos, no vamos a dejar que eso suceda. ¿Usted sabe qué tan peligroso es ese camino? Los migrantes siempre acampan a las orillas de las quebradas y muchas veces han muerto cuando viene la creciente, hay cerdos salvajes a los que les encanta la carne humana, y estos muchachos se van allá para protegerlos.

—Pero ayudarlos a pasar puede ser un crimen…
—Esa gente se atraviesa Colombia con el sello de Migración y nadie les dice nada, nadie criminaliza, pero aquí se les ayuda a pasar para que no se mueran y ya somos criminales…

La alcaldesa de Acandí, Lilia Córdoba, también dirá que a su municipio no se le puede culpar por un problema de todo el país. Además se quejará de que el Gobierno Nacional ni siquiera tiene un esquema humanitario para atender a los migrantes: los dejan abandonados a su suerte, enfrentando enfermedades tropicales para las que no están preparados ni tienen vacunas.

—El Consejo Comunitario ha dicho en reiteradas ocasiones que como ellos tienen a cargo el territorio, participan en la organización del paso de los migrantes por la selva. Entiendo que les cobran a los migrantes, y lo han manifestado en diferentes reuniones, dicen que el cobro lo hacen porque es un servicio de guía que se les está prestando. Además, nadie sabe cuánta gente pasa por ahí, pero son muchos, el Gobierno ni siquiera se toma la tarea de hacer un censo. 

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Para llegar a la casa de Nelson Ballesteros hay que atravesar Capurganá y subir por una cuesta que va a Sapzurro, el último pueblo colombiano en la frontera con Panamá. El camino está señalizado. Letreros advierten qué tipo de animales hay en la zona, anuncian ascensos difíciles y un punto de hidratación donde los turistas pueden comprar agua y bebidas energizantes. Hay bancas y puentes de madera en muy buenas condiciones. Nelson vive en el punto de hidratación. Sale caminando de su casa y nos sentamos a conversar.

—¿Y por aquí pasan los migrantes?

Sí, sí, por aquí pasan, como hay tantos caminos… Suben por aquí cien, doscientos, doscientos cincuenta, porque ellos tienen un control que se los imponen en Turbo y Necoclí, de allá los están mandando lunes y martes, jueves y viernes. No trabajan ni miércoles ni sábado ni domingo, en caso de que llegue el viernes un grupo grande, pues se les cuadra viaje el sábado.

—Suben con niños muy pequeños…
—Sí, pelaos que mueren incluso en la vía. Porque son pelaos que en una caminata de seis o siete días se pueden morir, y más teniendo en cuenta que muchos pasan por aquí enfermos, ¿qué les van a dar en el camino si llevan una fiebre bien berraca o un vómito?

Nelson no ve en los guías y en los maleteros un lucro, sino un servicio casi filantrópico.

—Estos muchachos en vez de salir para la guerrilla o para donde los paramilitares, más bien cargan bolsos. Mañana o pasado los coge la ley y salen en la prensa: ‘Dieron un duro golpe a los coyotes’. Son pelaos que se van con una persona que va a caminar, mínimo, diez horas a partir de aquí para llegar a un sitio de descanso. Son pelaos que cargan maletas y niños, eso lo agradecen los migrantes. Por eso ganan diez o veinte dólares.

Caminamos por la colina, nos sentamos en el mirador y entonces aparece Joao. Después de varios minutos en los que se desarrolla una conversación repetida entre un hombre perdido en la selva y un lugareño artero que ha tratado con miles de migrantes, le digo a Nelson que trate de ayudarlo.

—Lo único que yo puedo hacer es cuadrar para que el lunes te manden gratis con un grupo de migrantes.

Nelson hace un par de llamadas, pide permisos, cuenta la historia de Joao. Al parecer le preguntan cuánta plata puede pagar el brasilero, pero Nelson insiste varias veces: «Que el muchacho no tiene plata, te digo». Al final aceptan y cuelga el teléfono, le dice a Joao que se quedará en su casa hasta el lunes cuando partirá rumbo a Panamá con un grupo de africanos que ya están listos en Necoclí. Joao por fin descarga el morral, respira, llora un poco. Una guacamaya se posa en la copa de un árbol y Joao repara en ella, feliz. Le pregunto si tiene Twitter y me da su cuenta, lo sigo. Me pide que le tome una foto y se la envíe como mensaje directo. Empezamos a descender y nos despedimos a los pocos metros, ya en la casa de Nelson.

Más de un mes después abro Twitter y me doy cuenta de que Joao nunca más publicó nada, tampoco vio la foto que le envié. En Instagram, donde al parecer también publicaba fotos de su viaje, aparece inactivo hace meses. Un vacío se me instala en la boca del estómago. Le escribo pero no responde, como si se lo hubiera tragado la selva. Llamo a Nelson y me dice que dos días después de nuestro encuentro, Joao cruzó la frontera con un grupo de africanos, sin embargo, desde Panamá lo deportaron a Brasil.

—Hablé con una mujer que lo estaba esperando en Centroamérica, creo que es la novia, y me dice que está en Brasil pero va a volver a intentarlo —dice Nelson, pero Joao sigue sin responder.

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