Por Agus Morales
CAP 3
Fotografía: Javier García
INTRODUCCIÓN
Otro libro sobre refugiados? ¿Otro reportaje sobre refugiados? ¿Otra noticia sobre refugiados? ‘Otro’. No son pocas las veces que a lo largo de mi carrera profesional me han preguntado sobre el sentido de escribir ‘otro’ texto sobre migraciones. Lo que no dicen pero piensan: qué aburrimiento, qué sopor, qué pereza. ‘Otro’.
Sería sano que el periodismo se pregunte por qué hemos llegado hasta aquí, por qué muchas personas pueden sentir fatiga al leer historias de migración: hay un mea culpa que aún no se ha entonado, y en esta guía reflexionaremos sobre las formas de escribir y fotografiar que contribuyen a ello. Pero cada vez que alguien me expresa esa fatiga —suya, de ese supuesto ente que llamamos ‘público’— siento que ante mí hay una manifestación intolerable de cinismo. Los lectores están cansados del periodismo que se interesa en las migraciones, pero las migraciones son un tema que está cambiando gobiernos y políticas en todo el mundo: Estados Unidos, Reino Unido, Italia, Hungría. ¿Cómo que no interesa?
Creo que la paradoja se resuelve de la siguiente manera: cuando Donald Trump habla del muro, no habla sobre niñas salvadoreñas o mecánicos hondureños que han huido de las maras, habla sobre Estados Unidos. Cuando el ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, habla de bloquear las operaciones de rescate en el Mediterráneo, no habla sobre gambianos torturados en Libia, habla sobre Italia. Cuando el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, habla sobre la multitud que quiere imponer el islam en su país, no habla sobre los sirios que huyen de la guerra, habla sobre Hungría. Lo más importante de esta guerra cultural —y hay que entender este marco y conocer sus reglas de juego antes de analizar qué papel desempeña el periodismo en él y cuál podría desempeñar si se lo propusiera— es que su sujeto central no es el famoso ‘otro’, sino ‘yo’.
Los titulares sobre la mal llamada crisis de los refugiados de Europa, cuando centenares de miles de personas llegaron al continente en el 2015, son la prueba más fehaciente de ello. Esa ‘crisis’ no era la crisis de derechos humanos de quienes huían de Siria, Afganistán o Irak. Era la crisis de los países europeos al lidiar con esa situación. Era la crisis identitaria que atravesó —atraviesa— a tantas sociedades occidentales.
Creo que la paradoja se resuelve de la siguiente manera: cuando Donald Trump habla del muro, no habla sobre niñas salvadoreñas o mecánicos hondureños que han huido de las maras, habla sobre Estados Unidos. Cuando el ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, habla de bloquear las operaciones de rescate en el Mediterráneo, no habla sobre gambianos torturados en Libia, habla sobre Italia. Cuando el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, habla sobre la multitud que quiere imponer el islam en su país, no habla sobre los sirios que huyen de la guerra, habla sobre Hungría. Lo más importante de esta guerra cultural —y hay que entender este marco y conocer sus reglas de juego antes de analizar qué papel desempeña el periodismo en él y cuál podría desempeñar si se lo propusiera— es que su sujeto central no es el famoso ‘otro’, sino ‘yo’.
Los titulares sobre la mal llamada crisis de los refugiados de Europa, cuando centenares de miles de personas llegaron al continente en el 2015, son la prueba más fehaciente de ello. Esa ‘crisis’ no era la crisis de derechos humanos de quienes huían de Siria, Afganistán o Irak. Era la crisis de los países europeos al lidiar con esa situación. Era la crisis identitaria que atravesó —atraviesa— a tantas sociedades occidentales.
ODIO, MIEDO Y PATERNALISMO
Si tuviera que elegir tres grandes temas del siglo XXI, diría: el clima, los feminismos y las migraciones. Hay guerras culturales abiertas en los tres ámbitos, y de su resultado —nunca definitivo— dependerá la definición de lo que somos y seremos. En el caso de las migraciones, el periodismo que las cuenta tiene al menos tres grandes retos: el odio, el miedo y el paternalismo. Vamos a repasarlos rápidamente.
Hay tanta bibliografía al respecto que una indagación a fondo sobre el odio —o, mejor dicho, sobre la inoculación del odio— sería demasiado atrevida y desbordaría los límites de esta humilde guía periodística. Digamos al menos esto: los productos informativos —y ahora sí los podemos llamar productos— que fomentan el odio al diferente acostumbran a participar, de forma directa o indirecta, en un programa político supremacista, que puede estar o no en el poder. También pueden responder al deseo de excitar las pasiones xenófobas para conseguir mayores audiencias y por tanto mayores réditos económicos: sensacionalismo. Ambas variables pueden confluir o darse por separado. Normalmente van de la mano.
Pero al contrario de lo que podría dictar el sentido común, no creo que sea en esta batalla donde se gane o pierda la guerra cultural, sino en el segundo reto que planteábamos: el miedo. Aquí es donde los medios de comunicación tienen una mayor participación, aunque a veces sea involuntaria. Algunas voces pueden gritar que los medios, con su retórica xenófoba, fabrican el odio al otro. No es así en muchas ocasiones, y basta leer, escuchar o ver los medios con mayor audiencia para darse cuenta de ello. Lo que proyectan es, sobre todo, otra emoción primaria: el miedo. La deshumanización de las personas migrantes hace que aparezca el miedo. De tantas maneras. Por nombrar una de ellas, las metáforas hidráulicas: ola de refugiados, aluvión de inmigrantes, avalancha de africanos, flujo de extranjeros. Subtexto: la persona migrante es parte de un ejército invasor que se dirige a nuestra tierra. No tiene por qué haber una voluntad estigmatizadora en un periodista que escribe ‘ola de refugiados’. Está incorporado a su léxico. Así percibe el mundo. Así percibimos el mundo. Y eso importa. Porque demuestra quién está ganando esa guerra cultural.
Hay tanta bibliografía al respecto que una indagación a fondo sobre el odio —o, mejor dicho, sobre la inoculación del odio— sería demasiado atrevida y desbordaría los límites de esta humilde guía periodística. Digamos al menos esto: los productos informativos —y ahora sí los podemos llamar productos— que fomentan el odio al diferente acostumbran a participar, de forma directa o indirecta, en un programa político supremacista, que puede estar o no en el poder. También pueden responder al deseo de excitar las pasiones xenófobas para conseguir mayores audiencias y por tanto mayores réditos económicos: sensacionalismo. Ambas variables pueden confluir o darse por separado. Normalmente van de la mano.
Pero al contrario de lo que podría dictar el sentido común, no creo que sea en esta batalla donde se gane o pierda la guerra cultural, sino en el segundo reto que planteábamos: el miedo. Aquí es donde los medios de comunicación tienen una mayor participación, aunque a veces sea involuntaria. Algunas voces pueden gritar que los medios, con su retórica xenófoba, fabrican el odio al otro. No es así en muchas ocasiones, y basta leer, escuchar o ver los medios con mayor audiencia para darse cuenta de ello. Lo que proyectan es, sobre todo, otra emoción primaria: el miedo. La deshumanización de las personas migrantes hace que aparezca el miedo. De tantas maneras. Por nombrar una de ellas, las metáforas hidráulicas: ola de refugiados, aluvión de inmigrantes, avalancha de africanos, flujo de extranjeros. Subtexto: la persona migrante es parte de un ejército invasor que se dirige a nuestra tierra. No tiene por qué haber una voluntad estigmatizadora en un periodista que escribe ‘ola de refugiados’. Está incorporado a su léxico. Así percibe el mundo. Así percibimos el mundo. Y eso importa. Porque demuestra quién está ganando esa guerra cultural.
El paternalismo también contribuye a la deshumanización. Es el egoísmo compasivo de quien se siente mejor contando que las personas migrantes son ‘buenas personas’ —como si eso significara algo. Desde los sectores llamados solidarios, desde algunas oenegés e incluso desde algunos partidos, se está abriendo una visión sobre personas migradas que en realidad las perjudica. Explican sus vidas, solo, a partir de sus traumas. Reducen la persona a la herida. Fomentan la pena y la condescendencia, quizá empujados por algún tipo de superioridad moral frente a los otros, los insolidarios. El centro de la vida de un refugiado, por ejemplo, está en las bombas, en el peligro, en el infierno; la explosión, la guerra, el terror. Eso descuida aspectos esenciales de la experiencia refugiada. Supone una revictimización. Lo que nos atrae es la experiencia límite, la confirmación, casi siempre gráfica, de que la violencia destroza a las personas.
PISTAS PARA CONTAR LAS MIGRACIONES
Ya hemos pronunciado palabras grandes e importantes. Ya nos hemos situado. Ahora vayamos a lo concreto. Exploremos algunas propuestas para intentar contar mejor las migraciones.
1. Dominar el lenguaje y no al revés
Víctimas de la guerra, exiliados, refugiados, inmigrantes, terroristas, masas empobrecidas, delincuentes, desalmados. Importan las palabras, desde dónde se usan, con qué objetivo. Importan en los casos más obvios —el del odio, por ejemplo: quienes llegan a nuestra nación son ‘criminales’, ‘terroristas’—, pero también en los menos, que son los más. Hay un campo semántico que el lector asocia con la búsqueda de una vida mejor, con la pobreza: lo que algunos llaman migración económica. ¿Hay una distinción clara respecto a las personas refugiadas? Cada vez que salgamos a reportear nos encontraremos con una realidad compleja que nos hará dudar. ¿Sugiere nuestra crónica que una persona que huya del hambre tiene menos derecho a hacerlo que una que huya de la guerra? Quizá estemos asumiendo de forma acrítica las tesis dominantes sobre los movimientos de población. Todo eso, sin ni siquiera a veces advertirlo, está en las palabras.
Hace años decidí que quería escribir un libro sobre ‘refugiados’. Quería escribir un libro sobre personas que huyen de la guerra, de la persecución política y de la tortura. Quería escribir un libro que siguiera sus vidas, que no se detuviera en el instante traumático de la guerra o en la alegría de la acogida. Quería escribir un libro infinito, con historias que no se acabaran nunca. Quería escribir un libro sobre las personas que secciones oficiales y no oficiales de Occidente quieren convertir en el enemigo del siglo XXI.
Ya lo tenía casi todo escrito cuando pensé en Ulet, un chaval somalí de quince años que murió en el mar Mediterráneo justo después de ser rescatado. Y me di cuenta de que no era refugiado: nunca llegó a Europa. Pensé en Ronyo, un maestro de Sudán del Sur que resultó herido en la guerra. Y me di cuenta de que no era refugiado, porque seguía dentro de su país. Pensé en Julienne, una congoleña que fue violada por la milicia Interahamwe. Y me di cuenta de que ella tampoco era refugiada. Luego pensé en los que en teoría sí lo eran: Sonam, un bibliotecario tibetano en la India; Akram, un empresario de Alepo en el puerto griego de Lesbos; Salah, un joven sirio al que Noruega concedió el asilo. Y me di cuenta de que ellos no se sentían refugiados.
Diecisiete países y unas doscientas entrevistas después, me di cuenta de que la palabra refugiado se pronunciaba, sobre todo, en los países de acogida. Para ellos, para los que hablaron conmigo, esa palabra solo cobraba sentido para reivindicar sus derechos, para buscar protección internacional. Y entonces me pregunté: ¿La palabra refugiado es de consumo occidental?
La escritura del libro, finalmente publicado bajo el título No somos refugiados, me invitó a reflexionar sobre el uso de las etiquetas que usamos con personas en movimiento. Porque al final son eso: personas que se mueven. ¿Y quién no se mueve? Ensayé una deconstrucción de la palabra, en este caso de la palabra ‘refugiado’, que por cierto sigo usando a menudo, que ya he usado en este texto varias veces. ¿Qué hacer, entonces? ¿Cuáles son las palabras más adecuadas para cada situación? Hay respuestas mejores, pero no infalibles. Lo intolerable es lo que está ocurriendo: decimos cosas que no queremos decir, usamos palabras cuyo significado desconocemos. Que es lo mismo que decir: dejamos que otros hablen por nosotros. No: hay que tomar el control. Para equivocarse, para desbarrar y quizá, alguna vez, para acertar. Esto es demasiado importante como para no meterse a fondo. Tal y como hacen, por ejemplo, dos periodistas a quienes admiro: Eileen Truax y Óscar Martínez. No se pierdan sus libros. Tampoco Lacrónica de Martín Caparrós, donde explica —él sí— cómo adueñarse del lenguaje, que es la primera pista de esta guía.
2. La mirada hace política
Leila Guerriero concede una importancia máxima a la mirada: sin ella, no hay periodismo. Hay que tenerlo en cuenta incluso para escribir una nota sobre un pleno municipal, pero en el caso de las migraciones un ligero movimiento de la mirada es político por necesidad, porque afecta a las relaciones del mal llamado norte y el mar llamado sur.
La deshumanización migrante de la que hablábamos antes tiene su máxima expresión en una constante periodística. Se presenta a quien migra como un sujeto pasivo, parte de una masa hipnotizada —normalmente en una ruta ‘de sur a norte’— con un solo objetivo. Es una mirada petrificada y una representación injusta de esa parte de la población mundial que decide —o se ve obligada a— dar un vuelco a su vida y cambiar de hogar o en muchas ocasiones quedarse sin techo. Quienes migran son sujetos activos: con ideas, con proyectos, con capacidad de autoorganización. La pregunta de qué puede hacer la llamada sociedad de acogida se ha repetido hasta la saciedad. ¿Cuántas veces nos hemos preocupado por lo que hacen esas comunidades en movimiento para mejorar su situación? No es moralina, vamos a algo más esencial para el reportero: su falta de perspectiva puede hacer que se pierda historias que merecen ser contadas.
Algunas palabras nos revelan, como un mensaje secreto en una botella, la mirada del periodista. Incluso algunos prefijos: decir inmigrante —lo más habitual— es ponerte en la perspectiva contraria a la persona cuya historia estás explicando. Decir emigrante es ponerte a mirarla desde su país de origen. Decir migrante es eliminar esa perspectiva y, quizá, la posibilidad de crear una nueva. ¿Desde dónde queremos hablar? Esa es una pregunta esencial. En España se habla de Frontera Sur para definir un territorio (Andalucía, las islas Canarias y las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla) agrupado por su condición de umbral, por su importancia para la seguridad del Estado, por ser el lugar al cual llegan miles de personas a través del mar, arriesgando su vida. Pero para quienes salen de Gambia, Guinea, Senegal o Marruecos eso no es Frontera Sur, sino Frontera Norte. El punto de vista importa, y ha llegado el momento de deslocalizarlo, de llevarlo a su centro verdadero, que son las personas que migran. Una única pregunta antes de reportear y escribir (¿desde dónde cuento esta historia?) puede marcar la diferencia entre producir y contar.
3. Si quienes migran se aburren, los periodistas también deben aburrirse
Otra cosa que vamos a necesitar, a raudales, es tiempo. Los medios cada vez dan menos tiempo a sus reporteros para reportear. Hay algunos que, por ejemplo, tenían miedo de enviar a sus periodistas a barcos de rescate en el Mediterráneo, porque son misiones que pueden durar dos semanas, y es posible, incluso, que no haya operaciones de rescate. ¡Dos semanas para hacer una historia! ¡O ninguna! Los freelancers no tenían esa presión directa, pero sí otra quizá más cruel, la urgencia de vender sus crónicas, fotografías o videos.
Necesitamos tiempo para no hacer nada. Tiempo para aburrirnos, como dice Ander Izagirre. De ahí sale la materia prima de la crónica: las escenas, las descripciones, la narración… incluso el ritmo. Es probable que una entrevista de quince minutos con una familia siria en un campo de refugiados en Jordania o con una salvadoreña en un albergue de migrantes en México esté llena de mentiras. Por el contexto, por la imprecisión de nuestras preguntas, por la lenta construcción de la confianza. El tiempo largo siempre tiene más verdad. En su sentido más amplio: hablamos también de mantener el contacto con esas personas y saber qué pasó al cabo de los años. Eso siempre es una buena historia. Mejor dicho, es, sencillamente, una historia. Hay cambios, fortuna, desgracia. La familia siria que conocí en Turquía ahora está en Noruega. La joven pareja de refugiados palestinos que vi cruzando los Balcanes hacia Alemania ha tenido una hija un año después. Las migraciones no tienen sentido sin el tiempo; sin embargo, los periodistas nos empeñamos en ir a un lugar, capturar el supuesto espíritu de ese momento, irnos y contar algo que pensamos que se parece a la verdad.
4. Con perdón: los periodistas deben pensar
Las carencias del reporterismo centrado en migraciones se pueden simplificar en una: muchos periodistas hacemos lo mismo. Este es uno de los motivos fundamentales por los cuales se ha generado una serie de clichés y estereotipos difíciles de borrar. Los temas son los mismos; la forma de abordarlos es la misma. El agotamiento expresivo nos debería invitar a una reflexión ética y estética. En estas páginas hemos repetido algunos mantras, la mayoría dirigidos a que el periodismo reivindique sus propias herramientas para contar las migraciones. Pero sabemos que esto no es suficiente.
¿Cuáles son los nuevos caminos? Algunas de las nuevas propuestas pasan por que el periodista, de alguna manera, ceda parte del control. ¿Qué sentido tiene hoy, por ejemplo, la obsesión que han tenido durante lustros tantos fotógrafos que querían captar el momento exacto en que una barcaza zarpaba de costas africanas? Quienes se suben a ellas no solo fotografían con sus móviles ese instante, sino el inicio del periplo, el desierto, las violaciones de sus cuerpos y corazones, el mar, la llegada —si no se han ahogado en el mar—.
La artista visual Séverine Sajous y la fotoperiodista Anna Surinyach trabajan en un proyecto que recopila todos esos instantes y los transforma en documental y en otros formatos. Las periodistas se convierten aquí en editoras de una realidad digital elaborada por personas migrantes. Desbordaría otra vez los límites de esta guía una discusión sobre el concepto de autoría, que tan fructífera y obsesiva ha sido en el campo de la literatura. Pero la zona de incomodidad a la que nos empuja esta idea es un sitio desde el cual crear, imaginar y convertir la representación en algo más parecido a la autorrepresentación. O, al menos, es un lugar desde el que podemos reflexionar, el proyecto de ambas incluye talleres en los cuales los migrantes opinan sobre cómo se ven representados en los medios. Un ejercicio interesante para los que contamos las migraciones es saber qué piensan los que migran de su propia representación mediática.
La misma Sajous es codirectora de la película Mot de passe: Fajara, que relata la vida de los habitantes de La Jungla —un campo de refugiados que se montó en el noroeste de Francia— con el lenguaje visual de las videocámaras de vigilancia. Otra pista ética y estética: apropiarse con ironía del lenguaje del poder —en este caso, el blanco y negro de la seguridad, la frialdad del control estatal— para contar una historia de migración.
Suena casi insultante, pero digámoslo así, los periodistas deben pensar. Decíamos que las migraciones son uno de los grandes temas del siglo XXI —y de la humanidad—. Hay que pensar desde dónde se cuentan, cómo se cuentan, por qué se cuentan. El problema esencial es que los medios de comunicación de masas, en general, no liberan espacio y tiempo para pensar. Para que sus periodistas piensen. Quienes asumen la responsabilidad, con mayor o menor fortuna, son reporteros y reporteras que dedican su vida a ello, freelancers sin recursos que buscan fondos para seguir escribiendo y fotografiando las migraciones, personal de plantilla que en sus vacaciones se va a hacer coberturas, artistas que desde otros ámbitos entran en el campo del periodismo al olfatear la importancia del tema.
5. La larga distancia nunca pierde
Cuando se intenta romper con ciertos vicios narrativos, aparece el desconcierto. La fotógrafa Anna Surinyach, editora gráfica de Revista 5W, comienza muchas de sus charlas con esta fotografía.
1. Dominar el lenguaje y no al revés
Víctimas de la guerra, exiliados, refugiados, inmigrantes, terroristas, masas empobrecidas, delincuentes, desalmados. Importan las palabras, desde dónde se usan, con qué objetivo. Importan en los casos más obvios —el del odio, por ejemplo: quienes llegan a nuestra nación son ‘criminales’, ‘terroristas’—, pero también en los menos, que son los más. Hay un campo semántico que el lector asocia con la búsqueda de una vida mejor, con la pobreza: lo que algunos llaman migración económica. ¿Hay una distinción clara respecto a las personas refugiadas? Cada vez que salgamos a reportear nos encontraremos con una realidad compleja que nos hará dudar. ¿Sugiere nuestra crónica que una persona que huya del hambre tiene menos derecho a hacerlo que una que huya de la guerra? Quizá estemos asumiendo de forma acrítica las tesis dominantes sobre los movimientos de población. Todo eso, sin ni siquiera a veces advertirlo, está en las palabras.
Hace años decidí que quería escribir un libro sobre ‘refugiados’. Quería escribir un libro sobre personas que huyen de la guerra, de la persecución política y de la tortura. Quería escribir un libro que siguiera sus vidas, que no se detuviera en el instante traumático de la guerra o en la alegría de la acogida. Quería escribir un libro infinito, con historias que no se acabaran nunca. Quería escribir un libro sobre las personas que secciones oficiales y no oficiales de Occidente quieren convertir en el enemigo del siglo XXI.
Ya lo tenía casi todo escrito cuando pensé en Ulet, un chaval somalí de quince años que murió en el mar Mediterráneo justo después de ser rescatado. Y me di cuenta de que no era refugiado: nunca llegó a Europa. Pensé en Ronyo, un maestro de Sudán del Sur que resultó herido en la guerra. Y me di cuenta de que no era refugiado, porque seguía dentro de su país. Pensé en Julienne, una congoleña que fue violada por la milicia Interahamwe. Y me di cuenta de que ella tampoco era refugiada. Luego pensé en los que en teoría sí lo eran: Sonam, un bibliotecario tibetano en la India; Akram, un empresario de Alepo en el puerto griego de Lesbos; Salah, un joven sirio al que Noruega concedió el asilo. Y me di cuenta de que ellos no se sentían refugiados.
Diecisiete países y unas doscientas entrevistas después, me di cuenta de que la palabra refugiado se pronunciaba, sobre todo, en los países de acogida. Para ellos, para los que hablaron conmigo, esa palabra solo cobraba sentido para reivindicar sus derechos, para buscar protección internacional. Y entonces me pregunté: ¿La palabra refugiado es de consumo occidental?
La escritura del libro, finalmente publicado bajo el título No somos refugiados, me invitó a reflexionar sobre el uso de las etiquetas que usamos con personas en movimiento. Porque al final son eso: personas que se mueven. ¿Y quién no se mueve? Ensayé una deconstrucción de la palabra, en este caso de la palabra ‘refugiado’, que por cierto sigo usando a menudo, que ya he usado en este texto varias veces. ¿Qué hacer, entonces? ¿Cuáles son las palabras más adecuadas para cada situación? Hay respuestas mejores, pero no infalibles. Lo intolerable es lo que está ocurriendo: decimos cosas que no queremos decir, usamos palabras cuyo significado desconocemos. Que es lo mismo que decir: dejamos que otros hablen por nosotros. No: hay que tomar el control. Para equivocarse, para desbarrar y quizá, alguna vez, para acertar. Esto es demasiado importante como para no meterse a fondo. Tal y como hacen, por ejemplo, dos periodistas a quienes admiro: Eileen Truax y Óscar Martínez. No se pierdan sus libros. Tampoco Lacrónica de Martín Caparrós, donde explica —él sí— cómo adueñarse del lenguaje, que es la primera pista de esta guía.
2. La mirada hace política
Leila Guerriero concede una importancia máxima a la mirada: sin ella, no hay periodismo. Hay que tenerlo en cuenta incluso para escribir una nota sobre un pleno municipal, pero en el caso de las migraciones un ligero movimiento de la mirada es político por necesidad, porque afecta a las relaciones del mal llamado norte y el mar llamado sur.
La deshumanización migrante de la que hablábamos antes tiene su máxima expresión en una constante periodística. Se presenta a quien migra como un sujeto pasivo, parte de una masa hipnotizada —normalmente en una ruta ‘de sur a norte’— con un solo objetivo. Es una mirada petrificada y una representación injusta de esa parte de la población mundial que decide —o se ve obligada a— dar un vuelco a su vida y cambiar de hogar o en muchas ocasiones quedarse sin techo. Quienes migran son sujetos activos: con ideas, con proyectos, con capacidad de autoorganización. La pregunta de qué puede hacer la llamada sociedad de acogida se ha repetido hasta la saciedad. ¿Cuántas veces nos hemos preocupado por lo que hacen esas comunidades en movimiento para mejorar su situación? No es moralina, vamos a algo más esencial para el reportero: su falta de perspectiva puede hacer que se pierda historias que merecen ser contadas.
Algunas palabras nos revelan, como un mensaje secreto en una botella, la mirada del periodista. Incluso algunos prefijos: decir inmigrante —lo más habitual— es ponerte en la perspectiva contraria a la persona cuya historia estás explicando. Decir emigrante es ponerte a mirarla desde su país de origen. Decir migrante es eliminar esa perspectiva y, quizá, la posibilidad de crear una nueva. ¿Desde dónde queremos hablar? Esa es una pregunta esencial. En España se habla de Frontera Sur para definir un territorio (Andalucía, las islas Canarias y las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla) agrupado por su condición de umbral, por su importancia para la seguridad del Estado, por ser el lugar al cual llegan miles de personas a través del mar, arriesgando su vida. Pero para quienes salen de Gambia, Guinea, Senegal o Marruecos eso no es Frontera Sur, sino Frontera Norte. El punto de vista importa, y ha llegado el momento de deslocalizarlo, de llevarlo a su centro verdadero, que son las personas que migran. Una única pregunta antes de reportear y escribir (¿desde dónde cuento esta historia?) puede marcar la diferencia entre producir y contar.
3. Si quienes migran se aburren, los periodistas también deben aburrirse
Otra cosa que vamos a necesitar, a raudales, es tiempo. Los medios cada vez dan menos tiempo a sus reporteros para reportear. Hay algunos que, por ejemplo, tenían miedo de enviar a sus periodistas a barcos de rescate en el Mediterráneo, porque son misiones que pueden durar dos semanas, y es posible, incluso, que no haya operaciones de rescate. ¡Dos semanas para hacer una historia! ¡O ninguna! Los freelancers no tenían esa presión directa, pero sí otra quizá más cruel, la urgencia de vender sus crónicas, fotografías o videos.
Necesitamos tiempo para no hacer nada. Tiempo para aburrirnos, como dice Ander Izagirre. De ahí sale la materia prima de la crónica: las escenas, las descripciones, la narración… incluso el ritmo. Es probable que una entrevista de quince minutos con una familia siria en un campo de refugiados en Jordania o con una salvadoreña en un albergue de migrantes en México esté llena de mentiras. Por el contexto, por la imprecisión de nuestras preguntas, por la lenta construcción de la confianza. El tiempo largo siempre tiene más verdad. En su sentido más amplio: hablamos también de mantener el contacto con esas personas y saber qué pasó al cabo de los años. Eso siempre es una buena historia. Mejor dicho, es, sencillamente, una historia. Hay cambios, fortuna, desgracia. La familia siria que conocí en Turquía ahora está en Noruega. La joven pareja de refugiados palestinos que vi cruzando los Balcanes hacia Alemania ha tenido una hija un año después. Las migraciones no tienen sentido sin el tiempo; sin embargo, los periodistas nos empeñamos en ir a un lugar, capturar el supuesto espíritu de ese momento, irnos y contar algo que pensamos que se parece a la verdad.
4. Con perdón: los periodistas deben pensar
Las carencias del reporterismo centrado en migraciones se pueden simplificar en una: muchos periodistas hacemos lo mismo. Este es uno de los motivos fundamentales por los cuales se ha generado una serie de clichés y estereotipos difíciles de borrar. Los temas son los mismos; la forma de abordarlos es la misma. El agotamiento expresivo nos debería invitar a una reflexión ética y estética. En estas páginas hemos repetido algunos mantras, la mayoría dirigidos a que el periodismo reivindique sus propias herramientas para contar las migraciones. Pero sabemos que esto no es suficiente.
¿Cuáles son los nuevos caminos? Algunas de las nuevas propuestas pasan por que el periodista, de alguna manera, ceda parte del control. ¿Qué sentido tiene hoy, por ejemplo, la obsesión que han tenido durante lustros tantos fotógrafos que querían captar el momento exacto en que una barcaza zarpaba de costas africanas? Quienes se suben a ellas no solo fotografían con sus móviles ese instante, sino el inicio del periplo, el desierto, las violaciones de sus cuerpos y corazones, el mar, la llegada —si no se han ahogado en el mar—.
La artista visual Séverine Sajous y la fotoperiodista Anna Surinyach trabajan en un proyecto que recopila todos esos instantes y los transforma en documental y en otros formatos. Las periodistas se convierten aquí en editoras de una realidad digital elaborada por personas migrantes. Desbordaría otra vez los límites de esta guía una discusión sobre el concepto de autoría, que tan fructífera y obsesiva ha sido en el campo de la literatura. Pero la zona de incomodidad a la que nos empuja esta idea es un sitio desde el cual crear, imaginar y convertir la representación en algo más parecido a la autorrepresentación. O, al menos, es un lugar desde el que podemos reflexionar, el proyecto de ambas incluye talleres en los cuales los migrantes opinan sobre cómo se ven representados en los medios. Un ejercicio interesante para los que contamos las migraciones es saber qué piensan los que migran de su propia representación mediática.
La misma Sajous es codirectora de la película Mot de passe: Fajara, que relata la vida de los habitantes de La Jungla —un campo de refugiados que se montó en el noroeste de Francia— con el lenguaje visual de las videocámaras de vigilancia. Otra pista ética y estética: apropiarse con ironía del lenguaje del poder —en este caso, el blanco y negro de la seguridad, la frialdad del control estatal— para contar una historia de migración.
Suena casi insultante, pero digámoslo así, los periodistas deben pensar. Decíamos que las migraciones son uno de los grandes temas del siglo XXI —y de la humanidad—. Hay que pensar desde dónde se cuentan, cómo se cuentan, por qué se cuentan. El problema esencial es que los medios de comunicación de masas, en general, no liberan espacio y tiempo para pensar. Para que sus periodistas piensen. Quienes asumen la responsabilidad, con mayor o menor fortuna, son reporteros y reporteras que dedican su vida a ello, freelancers sin recursos que buscan fondos para seguir escribiendo y fotografiando las migraciones, personal de plantilla que en sus vacaciones se va a hacer coberturas, artistas que desde otros ámbitos entran en el campo del periodismo al olfatear la importancia del tema.
5. La larga distancia nunca pierde
Cuando se intenta romper con ciertos vicios narrativos, aparece el desconcierto. La fotógrafa Anna Surinyach, editora gráfica de Revista 5W, comienza muchas de sus charlas con esta fotografía.
Surinyach cuenta que pasó todo el verano de 2018 fotografiando la llegada de migrantes a las costas españolas. Las fotografías que se tomaban allí, dice, tenían un mensaje, que hay gente que llega de África a Europa. Empatizar era imposible, porque iban cubiertos con mantas rojas, había una distancia casi insalvable. Contribuían, de alguna forma, a dar la idea de que más y más personas estaban llegando, la metáfora hidráulica en versión fotográfica. Las únicas imágenes que alteraban ese discurso eran las de trabajadores de diferentes organizaciones que ofrecían su ayuda a migrantes. Pero ahí, en realidad, lo único que se veía era compasión, una forma asistencialista de mirar la realidad: la del Norte ayudando al Sur, relato que yo mismo he replicado. Son sujetos pasivos, no sabemos quiénes son, qué hacían, qué quieren ser, cómo se piensan a sí mismos.
Tras la cobertura, Surinyach volvió pensativa a Barcelona —donde reside— y empezó a hacer fotografías para denunciar cómo algunos de los migrantes que llegaban a la capital catalana se quedaban sin sitio donde dormir. Acompañando a un grupo de ellos a casa de una familia que les ofreció techo, uno de los jóvenes advirtió que una mujer había puesto los cuatro intermitentes de su coche y estaba parada en medio de la carretera. Se le había pinchado la rueda. La fotografía recoge el momento en que ellos le cambian la rueda. «Me di cuenta de que era la primera fotografía que hacía ese verano con otra lectura», dice la fotoperiodista.
La sorpresa vino más tarde, cuando Surinyach mostró esta fotografía durante una charla. Una señora levantó la mano y dijo que lo primero que pensó al verla es que los jóvenes estaban robando las ruedas. La fotografía está bien tomada, el problema es que va contra el discurso dominante: la mirada occidental no está educada para interpretarla y debe hacer un esfuerzo para descifrarla. En buena medida por la imbricación de inmigración e inseguridad, dos conceptos que a menudo van de la mano en las coberturas mediáticas, y que hacen que quien lee una fotografía o un texto no se pueda desprender de este marco.
Una fotografía puede tener una gran resonancia, puede provocar cambios reales e inmediatos, pero para cambiar esos marcos mentales se necesita tiempo, insistencia y trabajos de largo recorrido. Así se crea una masa crítica que puede contribuir a cambios quizá menos perceptibles —porque necesitan tiempo—, pero más sustanciales.
Uno de los grandes retos para los periodistas que cubren migraciones es gestionar la corta y la larga distancia. Corta distancia: trabajar para el medio que les paga, satisfacer sus demandas, hacerlo de la forma más digna posible, denunciar vulneraciones de los derechos humanos que no pueden esperar, que exigen urgencia. Larga distancia: pensar hacia dónde nos conducen esas coberturas, articular ideas, buscar caminos; un libro, una exposición, una serie documental.
6. Saber para qué público escribimos y, quizá, no escribir para él
Castiguemos al escribidor de este sermón, porque él no siempre ha dado el mejor ejemplo aunque lo pretenda.
Por ejemplo, aquel 21 de junio del 2015. La primera persona en ser rescatada a bordo del barco de Médicos Sin Fronteras en el Mediterráneo fue un bebé nigeriano de tres meses llamado Praise. Su padre, Kelvin Anagha, llegó al barco poco después. Se secó, se puso una camisa azul marino con rayas rojas, grises y granates, y dio las gracias a Dios por haberlos salvado. Estábamos en la concurrida popa, en un gran tablón de madera sobre el que horas más tarde dormirían los rescatados. Subimos a la cubierta superior para estar más cómodos. Me contó que era de Nigeria, del estado de Abia, situado en el contaminado delta del Níger. No había huido de la violencia. Había migrado a Libia para buscar una vida mejor, pero allí le robaron y golpearon, y decidió que solo había una opción: probar suerte y cruzar el Mediterráneo, porque al sur de Libia, su otra salida, había un mar —de arena— tanto o más temible: el desierto del Sahara. Pagó 2000 dólares a los traficantes por tres pasajes: el de su mujer, su hijo y el suyo.
—Yo no quería ir a Europa —me dijo—. En Libia me metieron un mes en la cárcel sin que yo hiciera nada. Me rompieron el pasaporte en pedazos ante mis narices. En Libia nos trataban como a animales. Mi mujer ni siquiera fue asistida cuando parió.
—¿Cómo te sientes al haber arriesgado la vida de tu bebé de tres meses haciendo esta travesía? —le pregunté.
Era lo que yo creía que la gente quería saber. La gente: el público para el que escribo, tan ridículo como suena. Pensé en esa abstracción, en el público, antes que en la persona que tenía ante mí y que acababa de salvar la vida tras ser atacada en un bote hinchable por hombres armados. Kelvin se sintió acorralado. Buscaba justificar algo que no sabía cómo justificar.
—Lo siento, créeme, no quería que mi bebé pasara por esto, pero creo que este es el fin de mis problemas. Quiero llegar a Europa, allí la gente sabe de la vida, de tratar a los seres humanos, de derechos humanos.
Recupero esto, primero, para decir que no importa cuántas guerras hayamos cubierto, cuántas personas en movimiento hayamos entrevistado, cuánta experiencia pensemos que tenemos; nada nos inmuniza ante esas grandes constantes de la humanidad: la estulticia y la insensibilidad. Pero también muestra uno de los vicios más extendidos en el periodismo sobre migraciones —y que es también uno de los peores enemigos del periodismo en general—, explicar y buscar aquello que pensamos que el público espera. A menudo, el periodismo está en el extremo opuesto. Por eso Caparrós sugiere escribir contra el público.
Hablábamos antes de la fatiga de quienes (no) leen historias de migraciones. No les demos más motivos. Es tanto el ruido generado alrededor del muro de Trump, de los naufragios en el Mediterráneo o de la guerra siria, que lo que escribamos a partir de ahora debe tener detrás un esfuerzo autocrítico y una voluntad de decir algo que contradiga. O lo que es lo mismo, sencillamente, voluntad de decir.
7. Las migraciones no son un subtema de la seguridad
Una de las secuencias más habituales en un telediario es ver una noticia sobre migraciones seguida por una de orden público o incluso terrorismo. Hay un marco mediático que criminaliza la (in)migración de forma casi subconsciente. Es el paradigma con el que se mueven una mayoría de gobiernos. Es un paradigma que el periodismo no puede comprar de forma acrítica.
Las dinámicas informativas nos ayudan a entender cómo esto también se construye desde abajo y no solo desde arriba. Algunos medios —los menos— tienen a periodistas especializados en migraciones en sus redacciones. Es un tema que ha venido para quedarse, así que sería buena idea formar a más periodistas en él, lo cual implica una relación inevitable e intensa con el ámbito de los derechos humanos.
En muchas ocasiones, reporteros que siguen asuntos de Interior, Policía o Justicia son asignados a cubrir las migraciones, pero no es su especialidad, a no ser que la hagan suya. Esta estructura laboral, que tiene obviamente su espejo en la política, relacionará siempre, por defecto, inmigración con (in)seguridad. Las fuentes institucionales son mucho más usadas, en parte porque las fuerzas de seguridad, por ejemplo, cuentan con gabinetes de prensa engrasados que nos facilitan el trabajo. En cambio, la opinión o la versión de los colectivos migrantes no está ni mucho menos tan presente.
Un inciso: algunas organizaciones humanitarias y entidades sociales deben reflexionar sobre su relación con los medios, basada cada vez más en la sospecha y el recelo. A menudo estas organizaciones son imprescindibles para conocer de cerca la vida de los que migran, y sin su ayuda hay historias que no se pueden contar. Lo que urge no es ni siquiera construir una relación de confianza y respeto, sino sencillamente una relación profesional.
8. Que la estética no guíe nuestras decisiones periodísticas
Cierre los ojos e imagine una foto sobre migraciones. ¿Qué ve? Fronteras y rutas. Desesperación y muerte. Es parte de la historia y es imprescindible contarla, pero no es la historia completa. A menudo hay una desconexión con los orígenes y los destinos, con el antes y el después. Una historia contada en una obra de teatro, una novela o una serie de televisión no puede entenderse sin los precedentes, sin el cambio que experimentan los protagonistas, sin el paso del tiempo. ¿Cómo podemos esperar que uno de los fenómenos más complejos de la humanidad pueda entenderse sin todo eso, tan solo deteniéndonos en un momento particular, el del sufrimiento? La paradoja es que la migración —el viaje— cuenta en todas las culturas con una abundante mitología y literatura. El abuso de esos moldes narrativos y la falta de historia real —de reporterismo— genera estereotipos y no arquetipos. A veces tengo la sensación de que algunas crónicas o fotografías sobre migraciones son una caricatura, una hipérbole de la realidad: como si la realidad de esas personas debiera ser aumentada y exagerada para poder ser empaquetada y comercializada.
Llegamos a uno de los grandes problemas del (foto)periodismo contemporáneo. Lo resume Plàcid Garcia-Planas en un titular perfecto: “Su dolor es nuestra estética». Las características de la fotografía de guerra occidental han sido directamente exportadas a la fotografía sobre migraciones. Es el mismo lenguaje: sufrimiento universal que no logra convertirse en dolor concreto, estetización que no es más que una desviación manierista de la estética, mirada historicista que concede a ciertos momentos —los del dolor de los demás— un aura mística que quizá no merecen.
Tras la cobertura, Surinyach volvió pensativa a Barcelona —donde reside— y empezó a hacer fotografías para denunciar cómo algunos de los migrantes que llegaban a la capital catalana se quedaban sin sitio donde dormir. Acompañando a un grupo de ellos a casa de una familia que les ofreció techo, uno de los jóvenes advirtió que una mujer había puesto los cuatro intermitentes de su coche y estaba parada en medio de la carretera. Se le había pinchado la rueda. La fotografía recoge el momento en que ellos le cambian la rueda. «Me di cuenta de que era la primera fotografía que hacía ese verano con otra lectura», dice la fotoperiodista.
La sorpresa vino más tarde, cuando Surinyach mostró esta fotografía durante una charla. Una señora levantó la mano y dijo que lo primero que pensó al verla es que los jóvenes estaban robando las ruedas. La fotografía está bien tomada, el problema es que va contra el discurso dominante: la mirada occidental no está educada para interpretarla y debe hacer un esfuerzo para descifrarla. En buena medida por la imbricación de inmigración e inseguridad, dos conceptos que a menudo van de la mano en las coberturas mediáticas, y que hacen que quien lee una fotografía o un texto no se pueda desprender de este marco.
Una fotografía puede tener una gran resonancia, puede provocar cambios reales e inmediatos, pero para cambiar esos marcos mentales se necesita tiempo, insistencia y trabajos de largo recorrido. Así se crea una masa crítica que puede contribuir a cambios quizá menos perceptibles —porque necesitan tiempo—, pero más sustanciales.
Uno de los grandes retos para los periodistas que cubren migraciones es gestionar la corta y la larga distancia. Corta distancia: trabajar para el medio que les paga, satisfacer sus demandas, hacerlo de la forma más digna posible, denunciar vulneraciones de los derechos humanos que no pueden esperar, que exigen urgencia. Larga distancia: pensar hacia dónde nos conducen esas coberturas, articular ideas, buscar caminos; un libro, una exposición, una serie documental.
6. Saber para qué público escribimos y, quizá, no escribir para él
Castiguemos al escribidor de este sermón, porque él no siempre ha dado el mejor ejemplo aunque lo pretenda.
Por ejemplo, aquel 21 de junio del 2015. La primera persona en ser rescatada a bordo del barco de Médicos Sin Fronteras en el Mediterráneo fue un bebé nigeriano de tres meses llamado Praise. Su padre, Kelvin Anagha, llegó al barco poco después. Se secó, se puso una camisa azul marino con rayas rojas, grises y granates, y dio las gracias a Dios por haberlos salvado. Estábamos en la concurrida popa, en un gran tablón de madera sobre el que horas más tarde dormirían los rescatados. Subimos a la cubierta superior para estar más cómodos. Me contó que era de Nigeria, del estado de Abia, situado en el contaminado delta del Níger. No había huido de la violencia. Había migrado a Libia para buscar una vida mejor, pero allí le robaron y golpearon, y decidió que solo había una opción: probar suerte y cruzar el Mediterráneo, porque al sur de Libia, su otra salida, había un mar —de arena— tanto o más temible: el desierto del Sahara. Pagó 2000 dólares a los traficantes por tres pasajes: el de su mujer, su hijo y el suyo.
—Yo no quería ir a Europa —me dijo—. En Libia me metieron un mes en la cárcel sin que yo hiciera nada. Me rompieron el pasaporte en pedazos ante mis narices. En Libia nos trataban como a animales. Mi mujer ni siquiera fue asistida cuando parió.
—¿Cómo te sientes al haber arriesgado la vida de tu bebé de tres meses haciendo esta travesía? —le pregunté.
Era lo que yo creía que la gente quería saber. La gente: el público para el que escribo, tan ridículo como suena. Pensé en esa abstracción, en el público, antes que en la persona que tenía ante mí y que acababa de salvar la vida tras ser atacada en un bote hinchable por hombres armados. Kelvin se sintió acorralado. Buscaba justificar algo que no sabía cómo justificar.
—Lo siento, créeme, no quería que mi bebé pasara por esto, pero creo que este es el fin de mis problemas. Quiero llegar a Europa, allí la gente sabe de la vida, de tratar a los seres humanos, de derechos humanos.
Recupero esto, primero, para decir que no importa cuántas guerras hayamos cubierto, cuántas personas en movimiento hayamos entrevistado, cuánta experiencia pensemos que tenemos; nada nos inmuniza ante esas grandes constantes de la humanidad: la estulticia y la insensibilidad. Pero también muestra uno de los vicios más extendidos en el periodismo sobre migraciones —y que es también uno de los peores enemigos del periodismo en general—, explicar y buscar aquello que pensamos que el público espera. A menudo, el periodismo está en el extremo opuesto. Por eso Caparrós sugiere escribir contra el público.
Hablábamos antes de la fatiga de quienes (no) leen historias de migraciones. No les demos más motivos. Es tanto el ruido generado alrededor del muro de Trump, de los naufragios en el Mediterráneo o de la guerra siria, que lo que escribamos a partir de ahora debe tener detrás un esfuerzo autocrítico y una voluntad de decir algo que contradiga. O lo que es lo mismo, sencillamente, voluntad de decir.
7. Las migraciones no son un subtema de la seguridad
Una de las secuencias más habituales en un telediario es ver una noticia sobre migraciones seguida por una de orden público o incluso terrorismo. Hay un marco mediático que criminaliza la (in)migración de forma casi subconsciente. Es el paradigma con el que se mueven una mayoría de gobiernos. Es un paradigma que el periodismo no puede comprar de forma acrítica.
Las dinámicas informativas nos ayudan a entender cómo esto también se construye desde abajo y no solo desde arriba. Algunos medios —los menos— tienen a periodistas especializados en migraciones en sus redacciones. Es un tema que ha venido para quedarse, así que sería buena idea formar a más periodistas en él, lo cual implica una relación inevitable e intensa con el ámbito de los derechos humanos.
En muchas ocasiones, reporteros que siguen asuntos de Interior, Policía o Justicia son asignados a cubrir las migraciones, pero no es su especialidad, a no ser que la hagan suya. Esta estructura laboral, que tiene obviamente su espejo en la política, relacionará siempre, por defecto, inmigración con (in)seguridad. Las fuentes institucionales son mucho más usadas, en parte porque las fuerzas de seguridad, por ejemplo, cuentan con gabinetes de prensa engrasados que nos facilitan el trabajo. En cambio, la opinión o la versión de los colectivos migrantes no está ni mucho menos tan presente.
Un inciso: algunas organizaciones humanitarias y entidades sociales deben reflexionar sobre su relación con los medios, basada cada vez más en la sospecha y el recelo. A menudo estas organizaciones son imprescindibles para conocer de cerca la vida de los que migran, y sin su ayuda hay historias que no se pueden contar. Lo que urge no es ni siquiera construir una relación de confianza y respeto, sino sencillamente una relación profesional.
8. Que la estética no guíe nuestras decisiones periodísticas
Cierre los ojos e imagine una foto sobre migraciones. ¿Qué ve? Fronteras y rutas. Desesperación y muerte. Es parte de la historia y es imprescindible contarla, pero no es la historia completa. A menudo hay una desconexión con los orígenes y los destinos, con el antes y el después. Una historia contada en una obra de teatro, una novela o una serie de televisión no puede entenderse sin los precedentes, sin el cambio que experimentan los protagonistas, sin el paso del tiempo. ¿Cómo podemos esperar que uno de los fenómenos más complejos de la humanidad pueda entenderse sin todo eso, tan solo deteniéndonos en un momento particular, el del sufrimiento? La paradoja es que la migración —el viaje— cuenta en todas las culturas con una abundante mitología y literatura. El abuso de esos moldes narrativos y la falta de historia real —de reporterismo— genera estereotipos y no arquetipos. A veces tengo la sensación de que algunas crónicas o fotografías sobre migraciones son una caricatura, una hipérbole de la realidad: como si la realidad de esas personas debiera ser aumentada y exagerada para poder ser empaquetada y comercializada.
Llegamos a uno de los grandes problemas del (foto)periodismo contemporáneo. Lo resume Plàcid Garcia-Planas en un titular perfecto: “Su dolor es nuestra estética». Las características de la fotografía de guerra occidental han sido directamente exportadas a la fotografía sobre migraciones. Es el mismo lenguaje: sufrimiento universal que no logra convertirse en dolor concreto, estetización que no es más que una desviación manierista de la estética, mirada historicista que concede a ciertos momentos —los del dolor de los demás— un aura mística que quizá no merecen.
“Las características de la fotografía de guerra occidental han sido directamente exportadas a la fotografía sobre migraciones”.
El fotoperiodismo es un campo hipermasculinizado —más aún, si cabe, que otros ámbitos del periodismo—, pero las dos fotos sobre migración que más repercusión han tenido durante los últimos años son de mujeres. La fotógrafa turca Nilüfer Demir es la autora de la icónica imagen de Aylan Kurdi, el niño sirio que yace en una playa turca después de un naufragio. Julia Le Duc (Associated Press) tomó la fotografía de Valeria y Óscar Alberto Martínez Ramírez en el río Bravo; ella aún encajada en la camiseta de él, ambos muertos en la frontera entre México y Estados Unidos.
Ambas fotografías están tomadas en una frontera, en ambas hay niños muertos, pero ambas podrían haber caído en el sensacionalismo y no lo hicieron. No hay un esfuerzo esteticista. Hay una extraña y delicada distancia para contar algo tan crudo. Hay casi pudor. Algo que, creo, no debe abandonarnos nunca.
Ambas fotografías están tomadas en una frontera, en ambas hay niños muertos, pero ambas podrían haber caído en el sensacionalismo y no lo hicieron. No hay un esfuerzo esteticista. Hay una extraña y delicada distancia para contar algo tan crudo. Hay casi pudor. Algo que, creo, no debe abandonarnos nunca.
9. Dejemos que el sonido nos sorprenda
El medio sonoro nos ofrece enormes y hermosas posibilidades. Radio Ambulante es un buen ejemplo de cómo explotar la intimidad de la radio para contar las migraciones, uno de sus temas más tratados. Fabrican de forma artesanal piezas narrativas que entran en historias de migración con sensibilidad y con un nivel de detalle asombroso. En estos pódcasts no tenemos la búsqueda del impacto que puede reinar en otros géneros, se necesita paciencia, y todo acaba llegando. También hay esa paradoja tan comentada: la voz es algo tan íntimo que nos parece estar más cerca de las personas que escuchamos que de las que vemos.
Para no entrar en guerra de formatos, busquemos algunos híbridos. Me sorprende, por ejemplo, que el recurso de usar una imagen con audio incorporado no se utilice más. Supongo que esto se debe a que se prefiere directamente optar por el video. Pero con esta combinación retenemos el poder único de la fotografía, que captura ese instante decisivo —o lo que pretende que sea el instante decisivo— y la intimidad de la voz, casi nos damos cuenta, en ese momento, de que esa persona es real.
(Me resisto a escribir sobre migraciones y sonido sin referirme al periodista Nicolás Castellano de la Cadena SER: síganle).
10. El periodista es un ladrón de historias
Nos lo deberíamos tatuar en la piel: los periodistas somos ladrones de historias. Ser conscientes de ello nos invita a reflexionar sobre lo que hacemos. De ese espacio puede nacer, si tenemos suerte, el tan cacareado respeto, que a menudo tan solo es una palabra manoseada y empleada con el objetivo de redimirnos. El periodismo que se hace en la ruta hacia Estados Unidos, en el mar Mediterráneo o en un campo de refugiados en Jordania es imprescindible, pero también es necesario recordar que en esos escenarios el periodista actúa como un extractor de historias.
En toda entrevista hay una asimetría. En el caso del periodismo que cuenta migraciones, el periodista acostumbra a estar en una situación de privilegio. Se puede construir una relación más horizontal con el tiempo, pero el punto de partida es ese. Hay que tenerlo en cuenta por un motivo muy sencillo: el consentimiento, al contrario que con un político o un empresario, no es suficiente. Una persona que espera en un campo de refugiados la respuesta a su solicitud de asilo puede no tener todas las herramientas para decir no a una entrevista: quizá piense que eso le puede favorecer, quizá piense que le puede ir en contra, pero no se atreve a rechazar la entrevista porque tener una mala relación con el periodista le puede afectar… Cada historia de migración es un laberinto infinito que solo con el tiempo iremos descubriendo.
Corresponde al periodista, guiado por su sensibilidad y experiencia, percibir cuándo una persona migrada no está cómoda dando una entrevista. También le corresponde analizar cómo esa entrevista podría afectarle, e informarle sobre ello. Decidir por el otro sería paternalismo, pero no dar la información suficiente para que el otro interprete el contexto en el que se produce una entrevista es cobarde y ventajista.
Todo se reduce a lo más esencial, lo más difícil: reportear.
El medio sonoro nos ofrece enormes y hermosas posibilidades. Radio Ambulante es un buen ejemplo de cómo explotar la intimidad de la radio para contar las migraciones, uno de sus temas más tratados. Fabrican de forma artesanal piezas narrativas que entran en historias de migración con sensibilidad y con un nivel de detalle asombroso. En estos pódcasts no tenemos la búsqueda del impacto que puede reinar en otros géneros, se necesita paciencia, y todo acaba llegando. También hay esa paradoja tan comentada: la voz es algo tan íntimo que nos parece estar más cerca de las personas que escuchamos que de las que vemos.
Para no entrar en guerra de formatos, busquemos algunos híbridos. Me sorprende, por ejemplo, que el recurso de usar una imagen con audio incorporado no se utilice más. Supongo que esto se debe a que se prefiere directamente optar por el video. Pero con esta combinación retenemos el poder único de la fotografía, que captura ese instante decisivo —o lo que pretende que sea el instante decisivo— y la intimidad de la voz, casi nos damos cuenta, en ese momento, de que esa persona es real.
(Me resisto a escribir sobre migraciones y sonido sin referirme al periodista Nicolás Castellano de la Cadena SER: síganle).
10. El periodista es un ladrón de historias
Nos lo deberíamos tatuar en la piel: los periodistas somos ladrones de historias. Ser conscientes de ello nos invita a reflexionar sobre lo que hacemos. De ese espacio puede nacer, si tenemos suerte, el tan cacareado respeto, que a menudo tan solo es una palabra manoseada y empleada con el objetivo de redimirnos. El periodismo que se hace en la ruta hacia Estados Unidos, en el mar Mediterráneo o en un campo de refugiados en Jordania es imprescindible, pero también es necesario recordar que en esos escenarios el periodista actúa como un extractor de historias.
En toda entrevista hay una asimetría. En el caso del periodismo que cuenta migraciones, el periodista acostumbra a estar en una situación de privilegio. Se puede construir una relación más horizontal con el tiempo, pero el punto de partida es ese. Hay que tenerlo en cuenta por un motivo muy sencillo: el consentimiento, al contrario que con un político o un empresario, no es suficiente. Una persona que espera en un campo de refugiados la respuesta a su solicitud de asilo puede no tener todas las herramientas para decir no a una entrevista: quizá piense que eso le puede favorecer, quizá piense que le puede ir en contra, pero no se atreve a rechazar la entrevista porque tener una mala relación con el periodista le puede afectar… Cada historia de migración es un laberinto infinito que solo con el tiempo iremos descubriendo.
Corresponde al periodista, guiado por su sensibilidad y experiencia, percibir cuándo una persona migrada no está cómoda dando una entrevista. También le corresponde analizar cómo esa entrevista podría afectarle, e informarle sobre ello. Decidir por el otro sería paternalismo, pero no dar la información suficiente para que el otro interprete el contexto en el que se produce una entrevista es cobarde y ventajista.
Todo se reduce a lo más esencial, lo más difícil: reportear.
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